Viaje hasta el fondo de la carne
La pornografía nos ha invadido por todas partes. En muchos espacios de interacción es perceptible, en las diferentes expresiones artísticas puede asomarse disimuladamente o, a veces, de forma muy descarada. Está en boca de muchas personas, pero otras la niegan a pesar de tener una predilección por ella. A pesar de que el concepto, cuya etimología griega hace referencia a la descripción de prostitución, está ampliamente arraigado en muchas de nuestras sociedades, e incluso, al ser escrito en cualquier buscador de internet nos arroja millones de resultados, poco ha sido estudiado desde miradas críticas.
Como un ligero repaso histórico a partir del Renacimiento hasta nuestros días, Claudia Attimonelli y Vincenzo Susca proponen, a través de Pornocultura. Viaje al fondo de la carne (Editorial Prometeo 2020) un análisis de la pornografía, no en el sentido de las imágenes, sino de las formas en que socialmente se interpreta, y en cómo se entremezclan la pornografía y el erotismo para dar cabida a una pornocultura, en la que lo menos importante es una sexualidad genitalizada.
El viaje que emprenden la autora y el autor es a través de la modernidad, desde el momento en que el punto de fuga se comienza a utilizar en la pintura hasta la posibilidad de captar casi cualquier instante a través de la cámara de un celular. De la delimitación clara de los roles de género, perpetuada por siglos hasta la crisis del individuo moderno y el fin de las estéticas tradicionales de la feminidad y masculinidad y su dilución.
Lo que en un principio estaba refundido en el clandestinaje, o al menos ahí debería estarlo, aunque no siempre lo estuvo, se fue colocando en los escaparates de la sociedad de una forma tan precisa que detonó fetichismos y deseos, el gusto por ver todo aquello tras bambalinas, resguardado por los muros, deseoso de ser visto por los ojos curiosos. Ahora más que nunca, al alcance de la mano, por las facilidades otorgadas por el internet.
En estos nuevos espacios sociales, la pornocultura está latente con las selfies, con la vulneración a la privacidad de las personas, con el surgimiento de más y mayores fetiches en los que se combinan la tecnología y otros elementos de la vida hipermoderna, destacándose la búsqueda de experiencias placenteras a través de la comida, de actividades físicas, de la posesión de objetos, de la captación de los sentidos, entre otros placeres, propios de estos tiempos más centrados en el individuo que en las experiencias colectivas, pero estas últimas, no desaparecen del todo.