Por siempre jóvenes
Marsha y Emily son mejores amigas y llevan una vida tan agitada como las que se llevan en Nueva York. Por eso, deciden pasar sus vacaciones de verano en la playa. Invitan a compartir la diversión a su amigo Vincent, un homosexual muy unido a Marsha, tan unido que cualquier varón que quiera tener una relación estable con ella se encuentra con que el lugar masculino en su vida ya está ocupado.
Los tres están cerca los treinta años y aprovechan su abundante tiempo libre para analizar sus amores, sus divorcios, sus acercamientos con las orgías y con las drogas, sus familias disfuncionales –como todas– y sus planes para la vida. Juegan a decir con qué actor, escritor o amigo se acostarían. Hablan de cosas banales y de cosas profundas. Traducen, sin querer, cómo es el mundo del arte en el que se desenvuelven.
El libro La charla, de la neoyorkina Linda Rosenkratz, retrata a jóvenes cualesquiera hablando de “sus cosas”. Lo curioso es que son jóvenes de 1965, pero suenan como los de hoy, como los de todos y cada uno de los veranos desde esa fecha. Justo a la mitad de la década de las flores y el amor libre, Rosenkratz decidió averiguar si la vida imita al arte, y en lugar de crear personajes, los tomó de la realidad.
La autora, hoy residente en Los Ángeles, grabó todas las conversaciones de su grupo de amigos durante esas vacaciones. De un total de 25 personas (y mil quinientas hojas de transcripción), seleccionó a tres. Este trío fue el elegido para representar a la juventud de su tiempo, tal vez sin sospechar que sus reflexiones serían atemporales.
La charla es sólo diálogo y unos subtítulos que revelan lo estrictamente indispensable para saber el escenario en el que se habla. No se necesita nada más; es como un reality show sin “paja”. El primer intento de publicar el libro falló, pues el editor la consideró “de una obscenidad asquerosa”. Bajo los estándares actuales, es un texto honesto y explícito, que muestra de una manera atrapante la vida de los jóvenes que protagonizaron la revolución sexual.