Monsiváis el entrañable
“Mucho gusto, señor”, me soltó Monsiváis cuando me lo presentaron en los años ochenta. Tan inesperado dardo cargado de malicia me tomó por sorpresa, iba dirigido a minar la vanidad jactanciosa e inherente a todo joven ventiañero. Pero acto seguido entendí su intencionalidad cuando el escritor se enfrascó en una discusión con el chico que me lo presentó y a quien yo acababa de conocer la noche anterior. Habíamos acudido a las cien representaciones de la obra Y sin embargo se mueven, un espectáculo musical de temática gay. Carlos Monsiváis fue la personalidad invitada a dirigir unas palabras en la develación de la placa conmemorativa. Se lució con un discurso muy reivindicatorio de los derechos de las minorías sexuales, pero la comicidad hilarante de los sketches teatrales que acabábamos de presenciar me pareció muy chocante con el drama escenificado por él en el vestíbulo del pequeño teatro. Con el paso del tiempo llegaría a entender esa proclividad de Monsiváis, más performativa que real, al drama personal.
“Sin drama no hay relación (amorosa) posible”, solía expresar divertido. Las leyes del querer así lo demandan. Estoy convencido de que el drama escenificado aquella noche estuvo impelido no tanto por el interés de retener al chico infidente como por no dejar pasar la oportunidad de protagonizar un drama. Según su socarrona filosofía, no aprovecharla sería el equivalente de conformarse con caracterizar un rol secundario en el guion de la propia existencia, abdicando de manera vergonzante del goce pleno del abandono. “A quién le interesa la felicidad si para obtenerla debe renunciar a la desdicha”, frase que extraigo de su libro Apocalipstick que viene mucho al caso.
Optimismos de la voluntad que la razón, obstinada pesimista, no entiende
Semanas después de aquel desencuentro, me lo topé marchando por la Avenida Reforma en apoyo a los trabajadores democráticos del sindicato de electricistas. Era otro Monsiváis, despojado del ánimo beligerante ahora se interesaba en mi persona. Al tercero en discordia ni lo mencionamos. Caminamos juntos a lo largo de esa ancha avenida tantas veces recorrida por él en tantas otras manifestaciones de apoyo a movimientos sociales. A su paso, alguna que otra gente se acercaba entusiasmada a saludarlo o lo hacía desde su avistamiento. Pero nunca llegué a imaginar la gran popularidad que alcanzaría en los años por venir. Los inmediatos posteriores al terremoto del 85 fueron apoteósicos. La presentación de su libro Entrada libre. Crónicas de una sociedad que se organiza fue tumultuosa, tuvimos que desplazarnos al estacionamiento de la librería, situado al aire libre, por la gran cantidad de gente que exigía a gritos participar: “¡Queremos ver a Monsi!”. De ahí en adelante, sus apariciones públicas con frecuencia convocarían tumultos y su creciente popularidad terminaría por rebasarlo.
Al día siguiente de aquel fatídico 19 de septiembre me desplacé a su casa. Cuando entré, me llamó la atención un zapapico recargado muy a la vista en un mueble de la estancia. Su primer impulso al enterarse de que había gente atrapada entre los escombros de varios edificios derrumbados fue correr a la ferretería de la esquina, con toda la intención de unirse a las brigadas de rescatistas. Los días posteriores lo acompañé a los recorridos por las zonas devastadas, a las entrevistas que realizó a algunas de las víctimas, a las movilizaciones de colonos, y a las interminables asambleas de damnificados. “Movimiento que logra sobrevivir a sus asambleas, movimiento que ya la hizo”, le gustaba ironizar al respecto de esa afición maratónica del asambleísmo de la izquierda.
Carlos Monsiváis fue el interlocutor de muchos movimientos sociales cuyos integrantes lo veían como guía imprescindible. ¿Por qué no le preguntamos a Monsi? Por la estancia de Portales pasaron feministas pro derecho al aborto, abogadas de víctimas de violaciones sexuales, estudiantes del CEU, defensores de los derechos de los animales, maestros disidentes, promotores culturales marginales, roqueros, activistas gay, lesbianas y de lucha contra el sida, y hasta del movimiento contra las corridas de toros. Todo mundo lo buscaba, y él admitía su debilidad, a una causa justa simplemente no podía decir no. Contrario al pesimismo al que su razón se inclinaba, terminaba cediendo siempre al optimismo de su voluntad. En esa procesión de solicitantes de apoyo llegarían a figurar incluso líderes relevantes de izquierda, como AMLO y el subcomandante Marcos.
La figura de Carlos Monsiváis conjuntaba características especiales: sorprendente capacidad de análisis, sentido del humor indestructible y memoria privilegiada. La suma de estos y otros elementos lo volvió un referente cultural de su época y mantiene vigente su pensamiento, a 15 años de su partida.
La fuerza corrosiva del choteo político
No había manera de aburrirse con Monsiváis, bromeaba sobre todo y a todos bautizaba con certeros apodos. Además, era un excelente imitador. Nadie se salvaba. Mis favoritas eran sus imitaciones de Fidel Castro, de Octavio Paz y de Fernando Benítez. Hacía mofa hasta de sí mismo. Contestaba el teléfono imitando la voz de su tía para filtrar las llamadas y eludir a quienes le requerían imperiosamente la entrega del texto comprometido semanas atrás: “no sé por qué le encargan trabajos a ese holgazán”, les recriminaba una fingida voz de anciana. El humor lo tenía presente incluso hasta cuando se ponía romántico: “tu cuerpo es una contingencia redimida por tu rostro”, me soltó alguna vez esa frase que pretendía pasar por cumplido.
Su ingenioso y muy original sentido del humor me maravilló de inmediato en aquella caminata combativa. Nada de la solemnidad engolada del intelectual que uno pudiera esperarse. Se divertía invirtiendo o acoplando las consignas de los grupos radicales que marchaban junto a los electricistas: “lucha, lucha, lucha, no dejes de luchar por una Lucha Villa campesina y popular”, gritaba a voz en cuello. Ya la lectura de su libro Días de guardar, que para mí fue toda una revelación, prefiguraba una personalidad iconoclasta. Pero aún no sospechaba yo la dimensión política que le otorgaba a la antisolemnidad, con ella erigió toda una estrategia de resistencia ante un sistema político aplastante que obligaba a las mentes más sobresalientes a optar entre la asimilación complaciente y recompensada o el aislamiento crítico en la absoluta marginalidad.
Si algo le indignaba sobradamente a Monsiváis era el cinismo y la arrogancia de los políticos priístas, que con desfachatez desinhibida se llenaban la boca de patrioterismo ramplón mientras saqueaban sin escrúpulos las arcas de la nación. La solemnidad era la patente del régimen de partido único. Muchos de sus compañeros de generación terminarían cooptados o engullidos por este Moloch priísta. Desde joven, Monsiváis se deslindó de ellos. En su autobiobrafía precoz, publicada en 1966, escribió: “No admiro a mi generación: la veo demasiado uncida al régimen imperante (…) La veo inerte, envejecida de antemano, lista para checar y reinar.”
En contraste con quienes recurrirán a la alabanza al poder para encontrar acomodo político -“amistad que no se refleja en la nómina es pura demagogia”, ironizaría Monsiváis al respecto-, él echará mano de la ironía, el sarcasmo y la parodia para distanciarse del régimen y cuestionarlo.
“Es imposible ver lo que ocurre en México sin una dimensión lúdica, irónica o paródica”-, arguye mientras seguimos caminando por Reforma ente consigna y consigna. Y continúa: "¿Cómo entender al PRI sin la parodia? Si el PRI es sólo parodia". A la distancia, el PRI de Alito Moreno resulta el mejor corolario de esa sentencia.
A la fuerza corrosiva del choteo confió su estrategia. Y la estrategia le funcionó con creces. En su celebrada columna periodística Por mi madre bohemios, publicada durante lustros en varios diarios y revistas, Monsiváis aplicó su regla infalible del humor involuntario en la política: la mejor manera de parodiar a los políticos y a los poderosos es exhibirlos en su estupidez, reproduciendo sus disparates de manera textual. En su columna incluyó declaraciones tan inverosímiles que algunos de sus lectores creían que él las inventaba; "mi ingenio no da para tanto", respondía divertido.
"No había manera de aburrirse con Monsiváis, bromeaba sobre todo y a todos bautizaba con certeros apodos. Además, era un excelente imitador. Nadie se salvaba. Mis favoritas eran sus imitaciones de Fidel Castro, de Octavio Paz y de Fernando Benítez."
Las victorias culturales contra la intolerancia
Yo colaboré con él en la etapa en que Por mi madre… se publicó en La Jornada, recabando las perlas declarativas que luego él sometía al ácido corrosivo de su sarcasmo. Sus sonoras carcajadas me indicaban que la pesca había sido buena. Yo pasaba a máquina lo que él escribía a mano. El día que me atreví a expresarle mi deseo de hacer periodismo, me pidió redactar un texto mientras él hacía su siesta diurna. Me quedé aterrado, totalmente paralizado frente a la hoja en blanco. No atinaba a escribir nada. Sus siestas eran cortas, le bastaban unos cuantos minutos para reponerse del insomnio crónico que lo aquejaba. Cuando se levantó, le entregué la cuartilla que a duras penas logré redactar. Me la devolvió toda tachonada sin decir palabra. Carlos no era nada complaciente. “No pierdas el tiempo”, les decía a quienes se atrevían a mostrarle sus escritos, poesías o adelantos de novela, sin importar que se tratara de amistades. Corrieron lágrimas de frustración y desengaño. Por fortuna, yo no tenía aspiraciones literarias, y fue así como medio aprendí a aporrear el teclado sin desentonar demasiado. Los escritos que le mostraba me los regresaba cada vez menos tachonados. Carlos Monsiváis era en sí mismo un gran estímulo. El puro trato con una persona tan inteligente y de portentosa memoria te impulsaba a actualizarte, a estar al día con las novedades y los acontecimientos. Y nunca dudó en apoyar a quienes consideraba con talento.
En su entorno cotidiano, algunas amigas y amigos de Carlos cumplimos el exigente rol de interlocutores para los distintos y abundantes temas que le interesaban. Quiero pensar que yo era uno de sus interlocutores en el tema de la diversidad sexo-genérica. El intercambio obsesivo de información, el diálogo incesante, las discusiones a veces álgidas que tuvimos al respecto me da una idea de lo mucho que le apasionaba el tema. Celebraba el éxito de cada novela, cada filme, cada exposición plástica, cada obra de teatro con temática lésbico-gay, y cada avance en los derechos de las minorías sexuales como verdaderas victorias culturales contra el prejuicio y la intolerancia.
A quienes lo conocimos, lo escuchamos o leímos con fruición nada más nos queda, a quince años de su partida, el consuelo de las conversaciones imaginarias, ¿qué diría Monsiváis de esto?, nos preguntamos y enseguida improvisamos el inverosímil diálogo, el cúmulo de respuestas que nuestra memoria o imaginación le atribuirá a Monsiváis según nos hayamos apropiado de su voz, de su inteligencia y de su peculiar sentido del humor. Y ante la imposibilidad de semejante empresa, terminamos dándonos por vencidos tan solo para constatar una vez más lo mucho que lo extrañamos y lo poco que nos hemos resignado a su ausencia.