Una belleza estoica
Figura icónica por excelencia del cine francés, Alain Delon, fallecido el mes pasado a la edad de 88 años fue, más que un privilegiado arquetipo de la belleza masculina, un equivalente muy preciso de lo que en materia de perfección estética representó en el cine de los años sesenta y setenta el máximo símbolo sexual femenino, Brigitte Bardot. La trayectoria profesional de Delon como actor de cine fue muy contrastante.
A un periodo de sobriedad dramática en películas de autor, filmadas por grandes cineastas europeos (como Clément, Visconti, Antonioni, Melville, Godard) siguió un largo periodo comercial durante el cual el comediante ensayó diversos géneros populares en la taquilla, alternando o rivalizando con el muy carismático Jean-Paul Belmondo y compartiendo crédito con sus propias compañeras sentimentales (Romy Schneider, Mireille Darc, Nathalie Delon). A cada paso fue afianzando también, en cada cinta, un modelo de masculinidad en franca ruptura con los paradigmas favoritos del cine francés, encarnados por sus colecas desde Gérard Philippe hasta Jean Gabin.
Una masculinidad enigmática y ambigua, un rostro seductor e impenetrable. Para muchos, la propia belleza del diablo.
Una seducción tranquila
La infancia de Alain Delon mantiene un aura de romanticismo oscuro, propio casi de un relato de Dickens o de Victor Hugo. Nacido en la pequeña ciudad de Sceaux, a pocos kilómetros al sur de París, un 8 de noviembre de 1935, cuatro años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, el pequeño vive ya, como una ruda crisis doméstica, el divorcio de sus padres, situación traumatizante que será para él una obsesión a lo largo de su vida.
Luego de su separación, los progenitores se desentendieron de la suerte de Alain, confiándolo primero a una familia adoptiva, misma que luego le haría transitar por diversos internados. Rechazado por sus parientes y por establecimientos escolares por su mala conducta, el joven rebelde descubrirá a los 17 años una familia alternativa en las fuerzas armadas después de alistarse para hacer una labor militar en Indochina (hoy Vietnam) y vivir allí una experiencia algo tormentosa que él describirá después como feliz. De regreso a París, a los 21 años, frecuenta la vida nocturna del barrio de Pigalle, en Montmartre, donde alterna con prostitutas, delincuentes, vedettes de la farándula, y finalmente con un medio artístico que le permite ser detectado como un rostro intrigante y bello, muy apto para figurar en las pantallas de cine.
El director Yves Allégret lo invita a participar en una de sus cintas, La diosa del hampa (1957). Al principio el cine le interesa poco, pero muy pronto se dejará conquistar por la posibilidad de la fama y el incentivo del dinero. Ya luego se apasionará por la cámara. Dos éxitos comerciales definen al personaje Delon y marcan su carrera: La piscina (Jacques Demy, 1969), a lado de Romy Schneider, pero sobre todo A pleno sol (René Clément,1960), donde interpreta al tenebroso personaje de Ripley creado por Patricia Highsmith. Hasta entonces la apostura física masculina había sido en el cine francés sinónimo de una galantería refinada e inofensiva, encarnada sobre todo por un Gérard Philippe como eterno papel de héroe y seductor romántico. Delon rompe con esa imagen de virilidad aséptica, y confiere a sus personajes más notables, el joven boxeador de Rocco y sus hermanos (1960), el Tancredi Falconeri de El gatopardo (1963), ambas cintas de Visconti, el Sr. Klein (1976), de Joseph Losey, o El samurái (1967), de Melville, una carga de ambigüedad erótica donde se mezclan la violencia sorda y un encanto potencialmente destructor del nada tiene que perder y que ineluctablemente conduce a los objetos de su seducción a una ruina segura. En paralelo al arquetipo de la mujer fatal en el cine negro estadounidense, Delon representa en Francia a la belleza masculina como una verdadera trampa mortal.
El mercado de la apariencia
Con el lento e inevitable desgaste de la apostura física, Alain Delon comienza a cumplir rutinariamente con los papeles escénicos que afianzan y prolongan en lo posible su reputación de hombre atractivo y vigoroso. Una suerte de Clint Eastwood a la francesa. Mantener viva esa imagen dentro y fuera del territorio francés, volverla un producto de marca, supone y también exige una gran actividad autopromotora en diversas esferas de la vida social.
Así, el actor veterano se transforma en coleccionista de arte y en empresario que lucra con productos mercantiles que llevan su nombre en vestimentas y perfumes (Eau sauvage de Dior, un ejemplo) que ostentan la lozanía de su apariencia y rostro con un melancólico desfase de treinta años.
La prensa se encargará de alimentar el mito Delon, ya como un emblema de buen gusto y elegancia, como sello del self-made man francés (de los orígenes modestos y el abandono familiar hasta la cúspide de la celebridad mundial), o más a menudo como un blanco de escándalos o intrigas a partir de la misteriosa muerte de uno de sus guardaespaldas, de su crónica inestabilidad conyugal, del supuesto trato autoritario que reserva a sus tres hijos, o de la fantasiosa manía de depositar más amor en sus mascotas caninas que en su familia cercana.
Mucho antes de las tendencias favorables en el mundo digital actual, Delon dictaba ya las preferencias públicas: cómo portar una gabardina, un suéter o una camisa de cuello abierto; cómo degustar un buen vino o hacerle justicia a una fragancia –todo al inimitable estilo Delon. Algo parecido a la moda impuesta por Bardot en la falda o el peinado. En su película Nueva Ola (1990), protagonizada por Delon, Jean-Luc Godard da cuenta y deconstruye el mito de un galán de belleza grandiosa convertido en un patriarca crepuscular y sombrío. Antes lo había hecho ya con la propia Brigitte Bardot en El desprecio (1963), satirizando el cálculo mercantil en sus desnudos. Es posible que el realizador de Sin aliento (1959) haya querido aludir, antes y mejor que nadie, el conservadurismo intransigente del que el propio actor hacía gala de múltiples declaraciones a la prensa.
Las amistades peligrosas
Lo cierto es que por largo tiempo se supo de la amistad cómplice que lo ligaba a Jean-Marie Le Pen, dirigente del partido ultraderechista Frente Nacional, con quien compartía una gran nostalgia por las viejas grandezas coloniales de Francia. También de las invectivas racistas y homofóbicas que podía lanzar en los medios sin que ello mermara mínimamente su calidad de monstruo sagrado e incuestionable del cine francés –privilegio que llega a compartir con Gérard Depardieu, blanco de denuncias feministas por acoso sexual reiterado.
En el caso de Delon, no deja de sorprender que fuera precisamente él, alumno aventajado de un mentor fílmico como Luchino Visconti e intérprete después de un personaje proustiano abiertamente homosexual, el barón de Charlus, en la cinta Un amor de Swann (Volker Schlöndorff, 1984), quien habría de declarar con singular ligereza: “No tengo nada en contra de los gays que deciden andar juntos, pero eso atenta contra la naturaleza. Así son las cosas, lo siento”. Paradoja del formidable actor que fue Alain Delon; evidente contrariedad del conservadurismo: “Nadie pone vino nuevo en barricas viejas.