Un pendenciero cobarde — letraese letra ese

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Un pendenciero cobarde


Pocos personajes públicos han desatado tanta polémica en Estados Unidos como el abogado Roy Marcus Cohn (1927-1986), figura muy influyente en la política norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. En su ejercicio privado como litigante brindó asesoría legal a destacados miembros de la mafia italoamericana y a un joven empresario llamado Donald Trump, pero también a los presidentes Richard Nixon y Ronald Reagan. Ya desde los 24 años Cohn había ganado notoriedad enjuiciando y llevando a la silla eléctrica a Julius y Ethel Rosenberg, una pareja acusada de espionaje y de liberar secretos militares a la Unión Soviética.

Este logro en su cruzada anticomunista le valió la recomendación del director del FBI, Edgar J. Hoover, asesor del senador Joseph McCarthy, para encabezar una intensa cacería de brujas contra supuestos comunistas infiltrados en el ejército y el gobierno, y de elaborar una lista negra de actores hollywoodenses sospechosos de tener filiaciones comunistas. Roy Cohn fue el brillante manipulador político que mejor sacó partido de este clima de intolerancia.

Un abogado venal

Roy Cohn nace y crece en el seno de una próspera familia judía en el barrio del Bronx en Nueva York. Su padre, Albert C. Cohn, es un abogado exitoso y sin duda una figura clave en la formación del futuro litigante y fiscal, pero la influencia mayor la recibe de su madre, Dora Marcus, mujer controladora y posesiva que contribuye a forjar el carácter autoritario y taimado de Roy en todos sus alegatos y negociaciones, dentro y fuera de la ley. Una anécdota define la herencia moral materna: Roy niño observa cómo mientras su padre sostiene una reunión importante en la sala de su casa, una empleada doméstica muere súbitamente en la cocina. La madre, interesada en no interrumpir esa reunión, esconde el cadáver debajo de una mesa, manteniendo lo sucedido en secreto a lo largo de toda la reunión. Esa sangre fría y absoluta carencia de escrúpulos, definirá en parte la futura conducta de su hijo en los juzgados.

Basta observar en diversas imágenes de archivo, disponibles en You Tube, la manera en que el abogado Cohn presiona al senador Mac Carthy para endurecer todavía más las penas contra algún sospechoso político, valorar así hasta qué punto la paranoia anticomunista había encontrado en él a su mejor exponente. Su método favorito era tergiversar los hechos, mentir deliberadamente, y salir impune de cualquier atropello a la legalidad. Había en ello una dosis de fanfarronería y cinismo, y para algunas personas, incluso de encanto personal.

Al ser entrevistado por la prensa, jamás tuvo empacho en revelar sus tácticas: “Nunca llegues a acuerdos, nunca negocies nada, ¡simplemente ataca! Nunca admitas que estás equivocado, no te disculpes jamás, y sobre todo, no dejes nada por escrito”. Esas máximas abonan a su reputación de abogado agresivo y de fiscal inclemente, misma que le permitió negociar ventajosamente con clientes poderosos como los capos de la mafia Tony Salerno o Carmine Galante, para defender sus intereses o para asesorar a un joven Donald Trump, venal y ambicioso, en su intento, plagado de corruptelas y discriminaciones raciales, de construir la torre que hoy lleva su nombre en la Quinta Avenida de Nueva York.

Una homofobia autoinfligida

Apenas puede sorprender que un abogado como Roy Cohn, acostumbrado a utilizar la mentira como un medio de persuasión y control, deseoso de esquivar todo el tiempo sus obligaciones fiscales, llegara a elegir para sí mismo, de modo arrogante, este tipo de epitafio: “Deseó morir en la quiebra y debiéndole a Hacienda millones de dólares”.

En lo que concierne a su vida privada, el impulso de negarlo todo fue también capital. Cada vez fueron más fuertes los rumores sobre su homosexualidad, y a medida que estos crecían, la coraza protectora de Cohn se volvía más sólida. Fue evidente su empeño de defender en los tribunales a su colaborador y protegido, el joven apuesto David Schine, cuando éste quiso evadir el reclutamiento militar. También negó airado que su jefe inmediato, el senador Mc Carthy o su mentor Edgar J. Hoover fueran homosexuales. Cohn y Mc Carthy instrumentaron juntos, sin embargo, una de las políticas más agresivas contra la comunidad homosexual con el alegato de que muchos de sus miembros eran comunistas y buscaban enrolarse en el ejército. Se multiplicaron así las denuncias y una persecución homofóbica tendiente a eliminar el llamado “miedo lavanda” (Lavender Scare), según el cual todo homosexual era, por principio y potencialmente, un traidor a la patria. Esta política de odio obligó a muchas personas a esconderse, temiendo verse expuestas por su orientación sexual, orillando incluso a algunas de ellas al suicidio.

En 1953 un decreto del presidente Eisenhower apartó por ley a los homosexuales de cualquier puesto público, considerándolos un riesgo para la nación. Ante esto y frente a los rumores de la prensa sobre su persona, Roy Cohn respondía de modo característico: “Cualquier persona que me conozca sabe que alguien como yo, con mi carácter agresivo y una personalidad fuerte, jamás podría ser como uno de esos tipos”, aludiendo así al cliché del homosexual afeminado y débil, listo siempre a sucumbir a los encantos del enemigo. Durante años guardó la apariencia de tener un noviazgo con su amiga Barbara Walters, prometiendo, burlonamente, casarse con ella cuando ambos cumplieran los 60 años.

Este empeño suyo, por largo tiempo exitoso, de llevar una doble vida y practicar una doble moral, colapsó estrepitosamente cuando en 1984 se le diagnostica ser positivo al VIH (Virus de la Inmunodeficiencia Humana), padecimiento que él pretende ocultar afanosamente alegando estar enfermo de un cáncer de hígado. Del mismo modo en que siempre había intentado negar su homosexualidad e incluso su condición judía, esta vez quiso rehuir el estigma que al mismo tiempo padecía la comunidad que él había atacado y perseguido. Por esa razón, después de su muerte en 1986, el colectivo LGTB+ y la asociación Mantas del Sida colocaron en una de las mantas que en Washington conmemoraban a las personas víctimas de la epidemia, y que portaba su nombre, una simple leyenda: Roy Cohn (1927-1986). Pendenciero. Cobarde. Víctima.

Los herederos

No es ocioso señalar hasta qué punto la figura de Roy Cohn sigue presente en Norteamérica, no tanto por su carisma personal, que era limitado, sino por ser para muchos la encarnación de una toxicidad maligna que lejos de desaparecer de la vida política estadunidense, ha venido acrecentándose en lo que va del siglo, desde la proliferación de noticias falsas y teorías conspiracionistas hasta las maniobras de un abuso judicial (lawfare) capaz de derribar o de imponer gobiernos.

Por largos años, Roy Cohn fue amigo cercano y mentor de Donald Trump, y sin duda un modelo de conducta para el ultraderechista Steve Bannon. Ha sido también figura central en obras de teatro (Ángeles en América, Tony Kushner, 1992) o en el cine (Ciudadano Cohn, de Frank Pierson, 1992 o ¿Dónde está mi Roy Cohn?, de Matt Tyrnauer, 2019). En definitiva, ha sido un villano favorito, temido y odiado. Justamente lo que siempre anheló ser.

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