Homicidios LGBTI+, la otra pandemia — letraese letra ese

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Homicidios LGBTI+, la otra pandemia


Trabajaba cortando piñas a machetazos y acomodándolas en camionetas de carga en la pequeña ciudad de Isla, al sur de Veracruz. En las fotos de su cuenta de Facebook presumía el acomodo impecable de las piñas apiladas. Dicen que era alegre y le entraba duro al pisto, pero en los escasos mensajes que publicó se muestra más bien triste y se conduele de su soledad. También expresa su deseo de superar el alcoholismo, causa del alejamiento de su familia. Su nombre era Erika, pero todo mundo le llamaba “Niño”, por su expresión de género disidente. Tenía 36 años.

Una madrugada del pasado mes de octubre, su cuerpo sin vida fue hallado en una caseta de concreto, nombrada El Hostal por brindar un lugar de descanso para camioneros, ubicada en la Parada del kilómetro 1.5 de la carretera federal, no lejos de la báscula de pesar piñas. Yacía semidesnudo en el piso, atados los pies a un cable de la corriente eléctrica del desvencijado local. Una marca en la cabeza revelaba un golpe contuso, y uno de sus senos presentaba varias heridas filosas. La postura del cuerpo evidenciaba la violencia sexual de que fue objeto.

La brutalidad y crueldad de la escena del crimen movió a indignación a las organizaciones LGBTI+ del estado que exigieron justicia expedita. Semanas después, un campesino identificado como José Luis P. F., alias «El Picho», fue detenido como presunto responsable por el delito de feminicidio.

La anterior es una de las 79 víctimas registradas en el Informe La otra pandemia. Muertes violentas de personas LGBTI+ en México, 2020, elaborado por la organización Letra S. La cifra es solo una aproximación a la realidad, ya que, a falta de registros oficiales, el Informe está basado en notas de prensa, las únicas fuentes a la mano. La cantidad real es por lo menos 2.5 veces mayor. El acumulado de homicidios LGBTI+ en los últimos cinco años asciende al menos a 459 víctimas.

El año en que vivimos en peligro

La pandemia de COVID-19 nos trastornó completamente la vida. Para evitar ser alcanzados por el virus, nos encerramos en nuestras casas y disminuimos considerablemente la interacción con otras personas. Esas medidas, paradójicamente, tuvieron un efecto amortiguador en la tendencia ascendente que se venía dando año con año en el número de asesinatos LGBTI+.

Los casos registrados en el 2020 representan una disminución respecto a los 117 registrados el año anterior. Los meses de mayor confinamiento, de abril a julio, registraron las menores cifras, lo que concuerda con la disminución de los homicidios en general reportada por el INEGI en el primer semestre de ese año. Por su parte, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito reporta para nuestro país una caída del homicidio doloso de más del 10 por ciento entre los meses de marzo a septiembre de 2020.

Lo que no lograron las autoridades responsables lo lograría la pandemia. Las medidas de confinamiento, de cierre de establecimientos comerciales y de restricciones a la movilidad tuvieron un mayor impacto frente a las acciones de prevención del delito y de procuración de justicia. Dichas medidas habrían restringido las posibilidades de atentar contra la vida de las personas LGBTI+. Por lo mismo, es de esperar que se normalicen las dinámicas delictivas en la medida en que se restablezca la movilidad social y se normalicen las actividades en el país. En ese tenor, lo más probable es que se reinicie la tendencia ascendente en la recurrencia de muertes violentas de personas LGBTI+.

 

El impacto de la pandemia de Covid-19 en 2020 acotó esa otra epidemia en franco ascenso año con año: las muertes violentas de personas LGBTI+. La disminución del número de víctimas de homicidio le debe más al confinamiento y las otras medidas adoptadas para contener la pandemia, que a las acciones oficiales de prevención y sanción del delito.

 

Al odio por el prejuicio

Javier Eduardo era arquitecto de profesión, pero el impacto de la pandemia en el empleo lo llevó a emplearse como conductor de Uber. El 19 de agosto pasado salió de la CDMX rumbo a Cuernavaca, lugar donde también residía. Horas más tarde, el cuerpo de Javier, de 34 años, fue encontrado en un terreno baldío de la capital de Morelos. De acuerdo con información de la Fiscalía General del Estado, Javier fue asesinado al interior de un departamento por dos sujetos que lo ataron de pies y manos para inmovilizarlo y posteriormente provocarle la muerte por asfixia mecánica. Lo envolvieron en una sábana blanca antes de abandonarlo en la vía pública. No conformes, los homicidas además le prendieron fuego provocándole quemaduras de tercer grado. Al lado del cuerpo dejaron un mensaje escrito en un cartón y una bandera del arcoíris, símbolo de la diversidad sexo-genérica.

Meses después, la Fiscalía del estado detuvo a Juan Bernardino “N”, uno de los presuntos responsables, a quien se dictó la prisión preventiva por el delito de homicidio calificado.

Las marcas de ensañamiento dejadas por los homicidas en los cuerpos de las víctimas son los signos claros que definen a un crimen de odio. Varios de los cuerpos sin vida de las víctimas registradas en el informe señalado presentaban lesiones infamantes e indicios de tratos crueles y degradantes como los casos de Erick y Javier Eduardo. Las mutilaciones de senos o de genitales, las laceraciones anales provocadas por objetos, las numerosas heridas por armas punzocortantes, los hematomas producto de múltiples golpes y hasta las quemaduras en la superficie corporal son elementos presentes en las descripciones de los peritajes forenses.

Sin embargo, el odio es un término que presenta sus limitaciones a la hora de entender a cabalidad un problema tan complejo como la violencia motivada por una característica, considerada indeseada, de una persona o grupo de personas. Entre otras razones, porque este tipo de violencia no solo, y no siempre, involucra sentimientos de animadversión y antipatía personales. El deseo de destrucción, de hacer daño no se deriva únicamente de una emoción como el odio. También intervienen, y de forma determinante, factores de orden cultural como los sistemas de valores que establecen jerarquías valorativas basadas en el color de la piel, el género, el origen étnico y, desde luego, la orientación sexual y la identidad de género, entre otras características.

Un término clave que explicaría mejor a los llamados “crímenes de odio” es el del “prejuicio”, entendido como la visión distorsionada de la realidad por juicios y creencias preconcebidos, construidos justamente para desvalorizar a las personas consideradas inferiores y legitimar socialmente las jerarquías de toda índole. La ley en Estados Unidos lo incluye en su definición de crímenes de odio: “crímenes que manifiestan evidencia de prejuicio”, basado, entre otros motivos, en la orientación sexual.

Una evidencia clara de prejuicio es el mensaje dejado por los agresores de Javier Eduardo en la escena del crimen. El mensaje escrito en la cartulina, según trascendió a la prensa, hacía alusión a la víctima como abusador de menores, uno de los prejuicios más arraigados en la sociedad que pesan sobre los homosexuales. Además, el acto de colocar junto al cuerpo inerte un estandarte reivindicatorio de la diversidad sexo-genérica envía un claro mensaje intimidatorio a las personas LGBTI+: “Éste es el castigo que merecen las personas que son como él”.

 

La violencia contra personas LBGTI+ debe entenderse como una forma de violencia de género, ya que el propósito de los agresores es el de castigar las transgresiones a los estereotipos binarios de género masculino/femenino.

 

Patrones y contextos de violencia

Una mañana de enero del 2020, muy temprano, un hombre irrumpió en la humilde vivienda donde habitaban María Azucena y Karina, de 31 y 32 años respectivamente, ubicada en Papantla, Veracruz. Ahí descargó sin miramientos su arma de fuego contra ellas. Karina recibió los impactos de bala en la cabeza, tórax y abdomen, murió al instante. Mientras que María Susana alcanzó a salir, cayendo malherida en el patio por los balazos recibidos en un brazo, en uno de sus senos y en la cadera. Murió horas después en el hospital.

La ex pareja de una de ellas, con quien tenía dos hijos, fue señalado como el presunto agresor. El sujeto la estuvo amenazando luego de la separación, y las amenazas arreciaron cuando se enteró de su nueva relación con una mujer. Luego de cometido el crimen, el agresor huyó al parecer junto con un cómplice en una motocicleta.

Una de las conclusiones del Informe citado es que los patrones de violencia homicida se dan en función del género, de la orientación sexual y de la identidad de género de las víctimas. Las circunstancias de modo, tiempo y lugar en que se cometen los ilícitos varían de acuerdo con dichas categorías: los lugares donde son cometidos o donde son arrojados los cuerpos sin vida (cerrados, abiertos, privados, públicos), el tipo de arma empleada (punzocortantes, armas de fuego, objetos romos o constrictores), la relación entre víctima y victimario, etcétera. Los feminicidios de mujeres lesbianas y bisexuales, por ejemplo, suelen ser perpretados estando en pareja, como ilustra el caso expuesto en los párrafos anteriores.

Y en muchos otros casos es determinante el contexto de discriminación y vulnerabilidad que rodea a las víctimas, como es el caso de las mujeres trans (sobre todo las trabajadoras sexuales, las dueñas o empleadas de estéticas y las empleadas en bares), que, de acuerdo con el Informe, son las víctimas más numerosas de este tipo de violencia letal con más del 50 por ciento del total de víctimas, seguidas por los hombres gay, con 28 por ciento, y por las mujeres lesbianas con el 10 por ciento. De las demás orientaciones sexuales e identidades de género, los pocos casos identificados revelan la invisibilidad social que las oculta.

Sin embargo, mientras no se cuenten oficialmente a las víctimas LGBTI+ de este y otros tipos de violencia, estaremos imposibilitados de saber la magnitud real del problema. Es por ello que en el Informe citado al comienzo de estas líneas exponemos la necesidad de incorporar, como recomiendan los organismos internacionales de derechos humanos, las categorías de orientación sexual e identidad/expresión de género en los sistemas oficiales de información y registro de delitos, sobre todo de los homicidios, los feminicidios y las lesiones graves. Solo así podremos contar con estadísticas desagregadas que sirvan de base para el diseño de políticas y estrategias dirigidas a prevenir, investigar y sancionar los delitos motivados por odio o prejuicio hacia las orientaciones e identidades de género no normativas. Mientras eso no suceda, esta omisión institucional seguirá siendo a todas luces discriminatoria.

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