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Tipologías del odio


Quien esté libre de odios que arroje la primera piedra. El odio es un sentimiento tan común como el amor. Afirmar que el odio y el amor son las pasiones que mueven al mundo es un lugar común, y por lo regular se les considera sentimientos opuestos, generadores de una variedad de emociones: ira, alegría, miedo, repudio, cólera, placer, entre otros. De acuerdo con la teoría psicoanalítica, ambos sentimientos expresan deseos: deseo de posesión, en el amor; y deseo de destrucción, en el odio. Centrémonos en el segundo. ¿Por qué odiamos?

El odio se considera, en general, un sentimiento negativo, insano, moralmente reprobable. No está bien odiar. El odio corroe el alma, se dice. Sin embargo, los orígenes del odio son muy diversos, puede originarse de manera espontánea o inducida. Existen varios tipos de odio: odios a muerte y odios pasajeros; odios racionales o justificados, como el de víctimas de injusticias o agravios; y odios completamente irracionales o injustificados, como el del racismo. El odio, como el amor, se expresa de múltiples maneras.

El odio no es un sentimiento puro, por decirlo de alguna manera, ya que responde a estímulos de la realidad. De acuerdo con el psiquiatra español Carlos Castilla del Pino, los sentimientos son provocados, surgen como reacciones a los estímulos recibidos de la realidad empírica y percibida. En ese sentido, afirma el compilador del libro El odio (Tusquets, 2002), los sentimientos nos sirven para adaptarnos a la realidad, pero no solo, también procuramos, por medio de ellos, adaptar la realidad a nuestra singular manera. Organizamos la realidad a nuestro modo, proyectando nuestros valores sobre los objetos (personas, cosas, animales, nosotros mismos) existentes. En este sentido, el sujeto que odia, en realidad odia la imagen que se ha creado del objeto o persona motivo de su odio. Nadie es en realidad como nos lo figuramos. De alguna manera, el odio crea al objeto odiado.

La función del odio

De acuerdo con la teoría psicoanalítica, el sentimiento de odio cumple una función decisiva en la construcción de la identidad individual. Constituye una reacción defensiva frente a la realidad ajena, percibida como hostil. Construimos nuestra identidad aprendiendo a rechazar, a repudiar y a excluir todo aquello que nos disgusta, nos repugna o nos causa dolor. Por lo mismo, “odiamos a todo objeto que consideramos una amenaza a la integridad de una parte decisiva de nuestra identidad, es decir, de nuestra estructura como sujeto.”, apunta Castilla del Pino. Entendiendo al objeto como todo aquello con lo cual el sujeto se relaciona; y la identidad comprende al sujeto y a todo lo que es del sujeto (propiedades, familiares, objetos personales, etcétera). Odiamos a quien nos daña o a quien imaginamos nos puede dañar. Es ahí donde se origina ese sentimiento. Según el filósofo griego Plutarco, uno de los autores clásicos que más reflexionó al respecto: “Nace el odio de imaginar que el odiado es una persona dañina ya sea en general o respecto a uno mismo”, escribió en su obra Sobre la envidia y el odio. Sin embargo, lo que más caracteriza al sentimiento de odio es su deseo de destrucción. Desde Aristóteles así se le concibe. El odio es deseo de hacer daño. Para el que odia, escribe Castilla del Pino en el libro citado, “el ideal es acabar con el objeto odioso, como forma de hacer desaparecer la amenaza”, amenaza que puede ser real o percibida, es importante señalarlo. En el odio no hay lugar para la compasión. “El que mirare a un hombre con odio, ya le ha dado muerte en su corazón”, para decirlo a la manera poética del gran escritor argentino Jorge Luis Borges (Los Conjurados). Las famosas miradas que matan.

Por fortuna, ese deseo de destrucción se queda solo en eso la gran mayoría de las veces. Cuando más, se verbaliza a través de la ofensa, la injuria, la difamación, la calumnia, la intimidación (los discursos de odio), que son formas de destrucción simbólica, parcial o relativa del objeto odiado. Pero, cuando el odio se vuelve una obsesión alcanza, de acuerdo con la teoría psicoanalítica, niveles clínicos, patológicos que puede llevar al sujeto odiador a actuar en consecuencia. El llamado ‘odio a muerte’ es en realidad el deseo de destrucción más allá de la muerte. De manera paradójica, el objeto odiado se convierte, de forma obsesiva, en lo más importante en la vida del odiador. Y al no conseguir desvincularse de lo odiado, se revelará a sí mismo como un ser impotente. De esta manera, argumenta Castilla del Pino, el sujeto que odia termina por odiarse a sí mismo por su impotencia. Odiar es odiarse definitivamente. Sería el caso del supremacista blanco que no tolera el progreso de las personas indígenas, afroamericanas o migrantes, a quienes considera inferiores, porque le revelan su impotencia para progresar por su propio esfuerzo. Su odio compulsivo lo convierte en camuflaje de su propia impericia. Es así que el odiador obsesivo recurre a la “racionalización” de su odio para argüir que “tiene motivos” para odiar o para maquillar ese odio que le refleja, como un espejo, su propia impotencia. Un odio tantas veces atizado por Donald Trump. Hay ejemplos delirantes de esa “racionalización”: el odio antisemita que enarbola la supuesta conspiración judía contra la humanidad; o el odio homofóbico que desacredita a la homosexualidad como una amenaza a la continuidad de la especie humana.

 

¿Qué motiva al feminicida a ultimar a quien tanto amó?, ¿qué, al macho a agredir a un homosexual?, ¿qué, al sujeto solitario a descargar su arma contra una colectividad?, ¿qué, al grupo religioso o supremacista a considerar como amenaza a otros grupos sociales? El odio puede tener múltiples rostros, pero todos ellos expresan el deseo de destrucción.

 

El odio patológico

Hay un odio narcisista que tiene que ver con el amor propio, que nace de la pretensión de colmar completamente al ser del otro con su Yo. Es cuando el odio conduce a una voluntad de dominio sobre el otro, afirma la psicoanalista Carmen Gallano en el libro antes citado. Aquí el odio surge cuando el otro escapa al dominio del Yo. Es el caso de las famosas relaciones de amor-odio. Los misóginos, por ejemplo, no reconocen a la mujer en su ser, dicen amarla pero en realidad aman la figura femenina imaginada a modo por ellos para satisfacer sus pretensiones narcisistas. De esta manera, explica la también psiquiatra, al querer obtener desde su dominio al objeto de su goce y no lograrlo, se le torna en objeto de odio. “Mía o de nadie”, advierten. Al misógino-narcisista, el odio obsesivo “lo agita en una acción que no está movida por el deseo sino por un ansia de poder y por un sadismo destructor”, concluye la especialista. Eso explicaría muchos feminicidios y transfeminicidios cometidos por las parejas masculinas de las víctimas. “Te amaba, pero nunca entendiste”, fueron las palabras expresadas a manera de justificación por la pareja de Itzayana, mujer trans, tras estrangularla.

El odio de la masa

Extrapolando al cuerpo social las consideraciones de la teoría psicoanalítica sobre el odio, el filólogo Ignacio Echeverría le asigna también una función social en la construcción y cohesión de las identidades colectivas. En la formación de pueblos, de naciones y, en general, de grupos sociales, el odio ha desempeñado un papel inmemorial, comparable al que desempeña en la construcción de la identidad individual, sostiene el especialista. Y para diferenciar un odio de otro, el editor y crítico literario acuña el término odio de la masa. “Para la masa el odio es un mecanismo de afirmación que contribuye a forjar su propia identidad”, escribe y añade: “El odio de la masa, alentado por sentimientos racistas, religiosos, nacionalistas, es un odio atávico.”. Al respecto, la historia de la humanidad provee de múltiples ejemplos. De hecho, aprendemos a odiar en los libros de texto a los enemigos de la patria, cualquiera que éstos sean.

En esta misma dirección, la antropóloga social Teresa del Valle subraya, en la obra referida, la importancia que tiene la comprensión del sistema cultural donde se enmarca el odio. La vivencia del odio, afirma, hay que ubicarla en relación a la organización social, al sistema de valores, que puede estar basado en ideas y creencias referidos al objeto odiado. Sistema de valores, apunto por mi cuenta, que justifica la desigualdad social estableciendo jerarquías por género, orientación sexual, origen étnico o formación religiosa, entre otras.

Desde la filosofía, Gustavo Ortiz-Millán, coincide con esa visión antropológica. “En el caso del odio, --apunta en su ensayo Los enemigos y los efectos racionales del odio. Variaciones sobre temas de Plutarco-, esta emoción involucra creencias y juicios de valor acerca del objeto aborrecido: el juicio, por ejemplo, de que la persona odiada es inferior, repulsiva, moralmente despreciable o que merece ser odiada.” Se trata de juicios de valor distorsionados. “Nuestro conocimiento de la persona aborrecida está prejuiciado por nuestro odio”, afirma el académico del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Tenemos, de esta manera, que el prejuicio distorsiona la visión del sujeto, naturaliza su odio.

 

En el caso del odio, esta emoción involucra creencias y juicios de valor acerca del objeto aborrecido: el juicio, por ejemplo, de que la persona odiada es inferior, repulsiva, moralmente despreciable o que merece ser odiada.

 

Y aquí arribamos a un término clave que ha cobrado relevancia en el entendimiento de los llamados crímenes de odio: el prejuicio. La teoría psicoanalítica no alcanza a explicar del todo la expresión más extrema del odio, ya que el factor subjetivo presente en los sentimientos dificulta no solo el entendimiento cabal del fenómeno sino la investigación judicial de los mismos. ¿Cómo es posible probar en los procesos penales la motivación del odio, de un sentimiento cargado de subjetividad? Para el abogado penalista colombiano Samuel Escobar Beltrán, el prejuicio es un concepto que trasciende al odio. Es un concepto más amplio que abarca cualquier juicio o caracterización que le asigna a la víctima características y atributos usualmente negativos tan solo por su pertenencia a un determinado grupo históricamente discriminado. El cambio de la motivación del odio por la del prejuicio, favorecería, a su entender, no solo la comprensión de un fenómeno de tal complejidad sino que también facilitaría la acreditación de los delitos ante los tribunales.

El odio es un sentimiento atávico que en las últimas fechas ha cobrado relevancia en todo el mundo. Feminicidios, ataques raciales, manifestaciones supremacistas, atentados contra minorías, expulsiones de pueblos enteros y crímenes de odio se han sucedido en diversos países. Entender su causalidad para enfrentar sus consecuencias resulta necesario.

Por fortuna, como lo ilustra el final de la Ilíada -cuando Aquiles finalmente logra dominar su cólera y en un gesto compasivo entrega a Príamo el cadáver de su hijo Héctor-, el odio puede ser superado. “El odio se desvanece ante la imagen del otro como uno mismo, o como alguien semejante, un ser humano sometido al dolor y al destino”, escribe el filólogo experto en literatura clásica Carlos García Gual. Ya lo pregonaban los clásicos, la empatía es, finalmente, un disolvente del odio.

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