Una ética de la indignación — letraese letra ese

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Una ética de la indignación


Hace pocas semanas falleció por neumonía en Nueva York, a los 84 años, el escritor y activista Larry Kramer, autor de Un corazón normal (1985), obra teatral emblemática sobre la pandemia del sida, y fundador de GMHC (Gay Men’s Health Crisis) y ACT UP (AIDS Coalition to Unleash Power), las dos organizaciones civiles más importantes en la denuncia del cerco de silencio institucional frente al sida y la defensa de los derechos de las personas afectadas, en su mayoría hombres homosexuales. En estos tiempos de pandemia por el coronavirus, conviene revisar el legado de aquel formidable activista hoy desaparecido y extraer las lecciones convenientes.

Una militancia incendiaria

Antes de volverse el activista incómodo y polémico que sacudió los cimientos del sistema de salud pública estadunidense, exponiendo su insensibilidad social y su vocación burocrática, el neoyorkino Larry Kramer había fustigado ya a la propia comunidad homosexual en Faggots (Maricones, 1978), una novela políticamente muy controvertida en la que denunciaba la cultura de promiscuidad sexual y consumo de drogas que, en su opinión, alejaba a la comunidad gay de valores esenciales como la estabilidad emocional y el afecto personal y comunitario. Para una generación que reivindicaba de modo hedonista su derecho a disfrutar su propio cuerpo y a preservar las conquistas de la revolución sexual de los años setenta, el escritor impertinente sólo podía ser un marica histérico o, en el mejor de los casos, un moralista anticuado. Kramer describía en su novela el círculo dantesco de orgías y ligues obsesivos que tenían lugar en el ghetto vacacional gay de Fire Island. La reacción de muchos aludidos fue mordaz: “Nadie necesitaba que un homosexual, crónicamente incapaz de procurarse placer, les señalara qué hacer con sus propios cuerpos”. El saldo moral negativo que lamentaba el novelista se volvería tres años después una catástrofe sanitaria con la aparición de una inusitada forma de cáncer (sarcoma de Kaposi), uno de los síntomas de lo que pronto se identificaría como síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida), padecimiento mortal que afectaría primordialmente a la comunidad gay. Al indignado escritor de Faggots la nueva realidad sanitaria parecía darle ahora la razón. Pero muy lejos de complacerse en una actitud de regaño satisfecho, Kramer eligió protagonizar una lucha feroz contra la desidia institucional que poco hacía por activar la búsqueda de una vacuna o medicamentos eficaces y poco tóxicos para combatir la epidemia. Ronald Reagan tardó siete años en decidirse en pronunciar públicamente la palabra sida, muestra elocuente de la larga indiferencia institucional.

Los beneficios de la rabia

El activista condenó con rabia esa desidia del gobierno, pero con una indignación todavía mayor la frivolidad y apatía de una comunidad gay que veía morir a los suyos sin mostrar una solidaridad combativa. Esa actitud pasiva pronto cambiaría con el empoderamiento de los enfermos y gracias a un Larry Kramer que no era afecto ni a los matices ni a las medias tintas. La crisis del sida exigía, en efecto, una respuesta inmediata e intransigente.

En marzo de 1983, la revista gay neoyorkina Native publicó “1,112, y sigue la cuenta”, un artículo de Kramer que se volvió un manifiesto de lucha. El activista arremetía de modo iracundo contra la pasividad de la comunidad gay frente al desastre, y sentenciaba: “En este artículo no quiero espantarlos, pero estamos realmente en peligro. Si este artículo no despierta en ustedes el enojo, la furia, la rabia,  y la acción, los hombres gay bien pudiéramos no tener ya futuro en esta tierra (…) A menos que luchemos por nuestras vidas, terminaremos por morir. Nunca en la historia de la homosexualidad hemos estado tan cerca de la muerte o de la extinción. Muchos de nosotros estamos muriendo o ya hemos muerto”.

Para el activista omnipresente, intolerante y verbalmente agresivo que fue Kramer, la rabia fue siempre un recurso más eficaz que el diálogo tibio con autoridades de salud impasibles. Razonaba: si la epidemia del sida se hubiera producido entre los heterosexuales, la respuesta oficial habría sido inmediata, tal vez eficaz. Cuando alguna vez Larry se topó en su edificio con su vecino Ed Koch, alcalde de Nueva York, y éste quiso acariciar a su mascota canina, la furia del activista se desató de modo pintoresco: “No le hables a ese hombre que está matando a los amigos de tu papi”. Una indignación parecida le despertaba Anthony Fauci, conspicuo responsable de las políticas salud pública nacional, a quien públicamente trató de “idiota incompetente”. A otros funcionarios de salud y a muchos empresarios  de farmacéuticas, no vaciló un instante en llamarlos nazis.

Para Kramer el sida representaba simbólica y literalmente un incontenible holocausto en cámara lenta. En lugar de cartas o peticiones en su opinión inútiles, el activista prefirió estrategias de provocación y enfrentamiento directo: plantones y simulacros de muertes colectivas (die-ins) frente a la bolsa de valores o ante las sedes de agencias gubernamentales de salud (CDC, FDA) y de laboratorios médicos (Hoffman La Roche), forzadas salidas del clóset (outings) de funcionarios gay omisos, manifestaciones multitudinarias frente a la catedral de San Patricio para denunciar la apatía de una jerarquía eclesiástica promotora de la homofobia y cómplice de la calamidad sanitaria.

Una herencia perdurable

De modo característico, a Larry Kramer se le reconocen cabalmente, sólo depués de su muerte, los aciertos de esa estrategia suya de rabia militante. Los propios blancos de su ira –desde Ed Koch hasta Anthony Fauci– advierten ahora en aquel agitador intratable un parteaguas para el sistema nacional de salud pública. Gracias a él y a su combate, mucho ha cambiado la relación entre médicos y pacientes, la participación de estos últimos en protocolos, decisiones y estrategias de atención relacionadas con su salud y sus derechos. Un sistema sanitario antes vertical e impenetrable muestra ahora indicios de democratización y de mayor empatía con la población general.

Analizando la personalidad y trabajo del escritor combativo, se advierten en su carácter los efectos de un pasado familiar complicado y hostil, el odio al padre autoritario, los altibajos afectivos con su madre y su hermano Arthur, y también el perfil, para algunos esquizofrénico, de un hombre que luego de ser intolerante, agresivo e injusto en su vida pública, solía ser increíblemente cordial e incluso tímido en la esfera privada. Sus arranques temperamentales, se sabe ahora con certeza, eran sólo parte de una estrategia muy asumida: “El enojo te lleva mucho más lejos que la amabilidad estéril”, argumentaba. A lo que Calvin Trillin, amigo suyo y articulista del semanario The New Yorker, añade: “Larry decía que la gente estaba muriendo y que la conversación amable, en tonos moderados, no iba a salvarla. Era necesario gritar un poco. Y lo más importante es que tenía razón”.

Escritor de varios libros y obras de teatro, guionista de cine (Mujeres apasionadas de Ken Russel, a partir de la novela homónima de D.H. Lawrence), activista de tiempo completo, sobreviviente a una infección hepática terminal y, durante más de tres décadas, al propio VIH/sida, Larry Kramer fue un hombre muy irritante y complejo. Según Susan Sontag, “uno de los agitadores más valiosos de Norteamérica”.

 

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