Una cinefilia inabarcable — letraese letra ese

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Una cinefilia inabarcable


A diez años de la desaparición del autor de Días de guardar y Los rituales del caos, parece oportuno revisar y valorar los aportes del cronista al desarrollo y prosperidad de una cultura fílmica en México. Los escritos de Carlos Monsiváis sobre esta materia son numerosos, aunque por lo general aparecen dispersos. El propio escritor se mostró renuente a publicarlos en uno o varios volúmenes, a pesar de la insistencia de editores y amigos que creían posible tener a partir de esos textos algo parecido a la empresa acometida por el escritor y cinéfilo cubano Guillermo Cabrera Infante en Un oficio del siglo XX. La recuperación metódica de ese valioso acervo parece estar ya en marcha.

La escritura fílmica

La primera reticencia de Monsiváis para compilar sus textos sobre cine estaba relacionada con su convicción de que la mejor y mayor parte del análisis cinematográfico nacional la habían ya realizado de modo coherente y sostenido críticos y estudiosos como Jorge Ayala Blanco y Emilio García Riera, autoridades insoslayables en esa revisión historiográfica.

Esa certidumbre del cronista polifacético y omnipresente no le impidió dedicar ensayos contundentes al estudio de fenómenos fílmicos a nivel global y al riguroso análisis de la Época de Oro del cine mexicano (1935-1955) en libros que son referencias obligadas: La cultura mexicana en el siglo XX, Aires de familia, Cultura y sociedad en América Latina, Los rostros del cine mexicano, A través del espejo: el cine mexicano y su público, o el estudio monográfico Pedro Infante: las leyes del querer. A estos títulos cabe añadir la gran variedad de artículos y ensayos publicados en el ámbito universitario o en revistas de entretenimiento (Él, Caballero, Eros), o en Intermedios, una estupenda y efímera publicación trimestral de principios de los años noventa.

En 2017 el historiador David Maciel recopiló una parte esencial de esos escritos en Carlos Monsiváis: reflexiones acerca del cine mexicano, libro que revela la personalidad camaleónica no de un crítico de cine disciplinado, académico y exhaustivo, sino de un escritor muy libre de ataduras cuya contribución persistente fue transmitir sus entusiasmos al mayor número de lectores mediante una lúdica y rigurosa propagación de la pasión cinéfila.

La cinefilia desbordada

Monsiváis, capital de la memoria cinematográfica. Del mismo modo en que el autor de Escenas de pudor y liviandad tenía y cultivaba la fama de estar a un mismo tiempo en muy distintos lados, algo que divertía y desorientaba a propios y extraños, así también su repertorio de referencias y citas fílmicas parecía tan ubicuo como inagotable. A la menor provocación asestaba a sus amigos cercanos un alud de diálogos y frases memorables del cine clásico hollywoodense y, de modo especial, de ese cine popular mexicano que tanto apreciaba. Era incómodo, y al mismo tiempo excitante, tenerlo como interlocutor cuando hacía gala de su memoria. Era entonces algo inevitable exhibir falta de conocimientos o memoria, y pocas personas salían airosas de su provocación maliciosa.

Esto sucedía a menudo en las pequeñas reuniones de cinéfilos amigos en su casa de la colonia Portales. Cada semana se improvisaba ahí una suerte de cine-club, conocido como círculo Emma Roldán, donde era empresa inútil rivalizar con su prodigiosa retención mnemotécnica, menos aun con su agilidad mental y con su ingenio.

Explicaba Monsiváis que el manejo experto y en apariencia ocioso de la trivia o el detalle intrascendente, tenía como finalidad cultivar la memoria como un buen ejercicio intelectual. En ese pasatiempo memorioso, sus mejores interlocutores o compañeros de juego fueron siempre algunos escritores cinéfilos: Cabrera Infante, el mejor informado; Manuel Puig y Sergio Pitol, los más divertidos; Carlos Fuentes, posiblemente el más barroco y ocurrente. Con este último Monsiváis sostuvo, poco tiempo antes de su muerte, un estupendo duelo de trivia en la Cineteca Nacional. Era también conocida la afición del cinéfilo Monsiváis por los géneros hollywoodenses, en especial por la comedia musical de los años treinta y cincuenta, el film noir clásico, con películas de Robert Siodmak, Otto Preminger, Fritz Lang o Billy Wilder, hasta el cine policiaco francés de Jules Dassin y Jean Pierre Melville, pasando por los westerns de John Ford y Raoul Walsh, por la ciencia ficción o por los delirios de animación de Tex Avery.

Su ingenio infatigable le llevaba a alterar las tramas de algunas cintas clásicas o de oscuros productos de la serie B, para incorporar en castings caprichosos a los amigos cercanos o preferentemente a las satirizables figuras de la vida política nacional. La cinefilia de Carlos Monsiváis poco tenía en común con el rutinario acopio de datos que practicaba una crítica convencional plagada de certidumbres culturales. Lo suyo era un sentido del humor desbordante y contagioso aplicado a la escritura fílmica, también una fuerte incorrección política y la habilidad histriónica de darle nueva vida, en su cine club casero o en una charla pública, a los momentos más entrañables de su afición preferida.

Sus libros de consulta imprescindibles no eran los sesudos tratados teóricos empantanados en la semiótica, sino sencillos volúmenes de divulgación como las guías de Leonard Maltin o la británica Time Out (“Biblia” del cinéfilo para consultas rápidas) o las incisivas opiniones de la neoyorkina Pauline Kael. A esa información de base la enriquecía con precisiones y jocosas interpretaciones o distorsiones que deleitaban e instruían a sus camaradas de trivia y juego. Cabe precisar, sin embargo, que sus entusiasmos más sostenidos, los que mejor alimentaban su estrategia humorística para doblegar el pesimismo, era ese gran surtidor de momentos grandiosos, situaciones inverosímiles y escenas involuntariamente cómicas que fue el cine mexicano de la Época de Oro.

Monsiváis por él mismo

A Ricardo Bedoya, crítico peruano de cine, Monsiváis le confía en 1993 algunas ocasiones de gozo: “Te voy a dar una recomendación cinéfila, nunca te pierdas una película en la que salga Joaquín Pardavé. Hay que ver también El revoltoso de Tin Tán, las películas de Pedro Infante anteriores a 1951, y las cintas sobre la Revolución de Fernando de Fuentes, a lo que agregaría, pese a todo, Doña Bárbara, de Fernando de Fuentes, que es fantástica como configuración mitográfica. Tampoco te pierdas las cintas urbanas de Alejandro Galindo –Campeón sin corona, Cuatro contra el mundo, Esquina bajan y Hay lugar para dos. Son notables Flor Silvestre y Bugambilia, de Emilio Fernández, pero su Pueblerina es una maravilla. Una obra maestra suya es Víctimas del pecado, con Ninón Sevilla en su apoteosis, fabulosa como rumbera, con una fotografía delirante de Gabriel Figueroa. Es el mundo del cabaret bajo y los ferrocarrileros agitados en el aullido y la compulsión”.

Ese mundo fue también, de modo muy cierto, el del propio Monsiváis, quien supo disfrutar, en el confinamiento doméstico elegido, el placer cada noche renovado de una cinefilia inabarcable.

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