El hombre y sus epidemias — letraese letra ese

Director fundador | CARLOS PAYAN Director general | CARMEN LIRA SAADE • Director Alejandro Brito Lemus

SALUD SEXUALIDAD SOCIEDAD

ARCHIVO HISTÓRICO

Número

Usted está aquí: Inicio / 2020 / 04 / 01 / El hombre y sus epidemias
× Portada Guardada!

El hombre y sus epidemias


Hace unos veinte mil años, en un tempestuoso atardecer, el hechicero cro-magnon regresaba de un retiro de tres días en el monte, donde había estado recolectando yerbas mágicas, cuando le informaron que uno de los hombres había llegado enfermo de una larga jornada cinegética. Seguro de su poder curativo –la ignorancia hace audaces a los médicos– se recubrió con su vestimenta de venado y fue a verlo. Apartó el cuero que tapaba la entrada de la caverna e iluminó al enfermo con su antorcha. De inmediato dio un respingo, retrocedió espantado, ordenó levantar el campamento y huir hacia un incierto fin en medio de la noche. En la pustulosa cara del enfermo había reconocido la viruela –o alguna peste similar de la época– cuya horrorosa imagen había recibido a través de los relatos sucesivos de su padre y de su abuelo, y sabía que la muerte era inevitable.

En 1994, en nuestra Unidad de Infecciosos, solicitamos a un talentoso especialista, hombre muy culto y racional, que evaluara un pequeño paciente. Accediendo de buena gana, contempló un rato al niño a través del vidrio y, en el momento de abrir la puerta corrediza, preguntó por qué estaba aislado. Al escuchar la palabra “sida” quedó con el pie en alto, alterado el rostro; luego de unos segundos, echó pie atrás y dijo que bastaba con lo que le habían contado, no siendo necesario el examen físico.

Habíamos perdido en Chile, país médicamente desarrollado, este temor irracional que acompaña a las pestes y que deriva de la certeza de poder ser atacado en cualquier momento por una enfermedad fatal, irreversible y atroz. Y no sólo en Chile, sino en todos los países más o menos avanzados el hombre moderno está convencido que la medicina todo lo cura, careciendo de recursos espirituales para comprender y enfrentar la existencia de una epidemia altamente letal. El especialista que nos visitaba era un hombre muy instruido y sabía perfectamente cómo se contagia el sida y que, por lo tanto, no estaba expuesto, pero pudo más el temor ancestral que la razón.

Esta ha sido siempre la primera humana reacción a las terribles pandemias: pánico. Un miedo súbito, extraordinario, que oscurece la razón. Al pánico sigue la huida, como consecuencia inevitable. En medio del pánico, sin embargo, siempre han existido hombres curiosos que han antepuesto la observación a su propio temor. A ellos, oscuros o famosos, debemos los avances experimentados. Pero en todas las pandemias, este terror irracional ha hecho retroceder momentáneamente en algún punto a la medicina y a la humanidad, por detrás de logros y de conocimientos ya establecidos.

La segunda reacción, ya en medio de la catástrofe es la búsqueda de una causalidad. Para el hombre primitivo –y aun para el moderno– hay simultáneamente una culpabilidad, de manera que la epidemia es siempre un castigo.

Del aislamiento tomamos nota en Bocaccio. Recordemos cómo unas nobles damas y gentiles caballeros huyen de la ciudad y se aíslan en una villa, donde matan el tiempo
relatándose historias picarescas. Huyen así del “mal aire” que rodea a los enfermos y a los muertos.

 

Primeras observaciones sobre transmisión

La peste bubónica –la peste negra, la peste por antonomasia– causó sucesivas pandemias, dejando los primeros registros más o menos confiables, capaces de ilustrar cómo se fueron dando los sucesivos pasos en el entendimiento y control de la situación. Aunque en el libro de Samuel hay descripciones que pudieran corresponder a esta patología, y existen antiguas referencias de Tucídides, Hipócrates y de Cipriano (siglo III d.C.), la primera gran pandemia se registró en el mundo antiguo en tiempos del emperador Justiniano, en el siglo VI d.C.; duró sesenta años y terminó mezclada con viruela. Luego tenemos la celebérrima muerte negra, que asoló toda Europa entre 1347 y 1382, habiéndose iniciado, de acuerdo a la mayoría de las descripciones, en Catay (China). Desde allí pasó a Europa, donde sólo respetó a Islandia, no así, a la ya descubierta Groenlandia, para extenderse luego a Arabia y Egipto.

Los médicos papales Chalin de Vinario y Guy de Chauliac, que hicieron muy buenas descripciones, estiman los muertos en 25 millones, lo que constituía por entonces un cuarto de la población total. El mismo Chalin de Vinario anota como se fue extinguiendo la peste y mejorando la sobrevida en los sucesivos rebrotes: “1348: enferman 2/3 y no sobrevive ninguno; 1361: enferma la mitad y sobreviven algunos; 1371: enferma 1/10 y muchos mejoran; 1382: enferma 1/20 y la mayoría cura”.

Pese a la acuciosidad y seriedad de estos autores, el público recuerda más al Decamerón de Boccaccio, que es más entretenido y regocijante, cuyo único aporte importante es dejar constancia que ya existía el concepto de aislamiento y una noción de contagio: basta mirar a un enfermo para contraer la peste, afirma Boccaccio.

El médico que atiende a los apestados se cubre con una máscara protectora y aspira perfumes para no contagiarse, hasta alcanzar la imagen que veremos en 1720 en una ilustración del libro del Dr. Francisco Chicoynau Der Pestarzt, un infectólogo, ataviado con una larga túnica y la cabeza recubierta con una máscara, terminada en una mascarilla que recuerda las llamadas hocico de perro.

 

Aislamiento: antecedentes literarios

Durante las primeras pandemias ya se había observado que el riesgo de enfermar aumentaba al aproximarse a los enfermos o, dicho de otra manera, que los enfermos irradiaban el mal. Nació así el concepto del contagio aéreo. Avicena, el famoso médico del siglo XI, había reparado en que, antes del inicio de la peste, las ratas comenzaban a morir en las calles, pero ni él ni nadie en muchos siglos encontró una explicación, aunque Atanasius Kircher en 1659, vio los animaliculus al microscopio. Luego se observó que las ropas usadas por quienes habían fallecido también podían trasmitir la enfermedad. Estas observaciones fueron confirmadas ampliamente durante la peste negra, dada su duración y extensión, que permitieron hacer muchas constataciones. Las consecuencias fueron dos conceptos profilácticos: el aislamiento (huida) y el acordonamiento (cuarentena, protección de fronteras).

Del aislamiento tomamos tempranamente nota en Bocaccio. Recordemos cómo unas nobles damas y gentiles caballeros huyen de la ciudad y se aíslan en una villa, donde matan el tiempo relatándose historias picarescas. Huyen así del “mal aire” que rodea a los enfermos y a los muertos. Mucho más tarde, Daniel Defoe, autor conocido más que todo por su Robinson Crusoe, aporta otros antecedentes en El año de la peste, donde relata cómo Inglaterra, que hasta entonces se había escapado de la enfermedad por su insularidad, fue finalmente afectada por una gran epidemia en 1665. Algunos ingleses, imitando a los personajes de Bocaccio, pusieron agua por medio y se fueron a los buques anclados mar afuera, donde perecieron igual, pues llevaban la bacteria con ellos. Defoe relata las crueles prácticas de aislamiento adoptadas, que condenaban a muerte a familias enteras, obligándolos a permanecer encerrados en sus casas junto a los moribundos, con guardias en las puertas delantera y trasera, los que muchas veces fueron asesinados.

Cordón sanitario y cuarentena

La cuarentena nació en 1374, con el edicto de Reggio, ciudad de Módena, Italia. En realidad fue un cordón sanitario, pues el término cuarentena derivó en término marítimo, aplicándose un período de aislamiento a los buques que llegaban de puertos de mala fama médica. Este período llevaba implícita la idea del “periodo de incubación”. El primer puerto en que se decretó cuarentena (que fue sólo treintena: luego se ampliaría) fue Ragusa (hoy Dubrovnik, Bosnia-Herzegovina, sobre el Adriático) en 1377. Seis años después, Marsella aumentó el plazo a los cuarenta días.

En el siglo XV este período de observación o cuarentena hizo nacer el lazareto, también en Marsella, 1476, lugar complementario donde los pasajeros debían permanecer en espera que pasase el período de contagio arbitrariamente establecido. Con el tiempo llegaron a establecerse complejos reglamentos. Según el puerto de procedencia o los puertos que hubiera tocado en su viaje, el barco se calificaba de patente “limpia” o “sucia”. Si era “sucia”, los objetos debían quedar en la cubierta del barco, oreándose “ al sereno” (período de sereinage), los pasajeros sanos cumplir cuarentena en el lazareto y los enfermos ir al hospital.

Según la enfermedad, los plazos variaban entre 8 y 30 días. ¡En 1784, Marsella imponía 50 días de cuarentena a los buques procedentes de Túnez y Argel! Luego del período de serenaige, barco, bártulos y enseres se desinfectaban con vapores de cloro.

 

Durante las primeras pandemias ya se había observado que el riesgo de enfermar aumentaba al aproximarse a los enfermos o, dicho de otra manera, que los enfermos “irradiaban el mal”.

 

Las décadas recientes

Reaparecen las escenas de terror con el virus del Ébola en los hospitales africanos, donde no quieren atender a los enfermos. Los laboratorios rehúsan trabajar el virus, alegando insuficientes condiciones de seguridad. Con el conocimiento adquirido a través de siglos de terror y de mortandad, hoy los pasos son más acelerados, pero las reacciones son las mismas, como lo ilustra el sida, que recuerda a todas las pestes: la muerte al azar (cólera), el temor y el rechazo (el perro rabioso), la segregación y la muerte en vida (lepra), el castigo a la vida licenciosa (la sífilis), la muerte inevitable, lenta y contagiosa (tuberculosis) y los hombres de iglesia, abriendo sus brazos sin temor al contagio, allí donde los médicos vacilan.

Se cierra el ciclo que esbocé al comienzo y que une, en una misma reacción visceral, al hechicero cro-magnon con el médico especialista. Sin embargo, de esta visión del pasado surge una visión optimista: siempre el hombre ha terminado por prevalecer frente a las más tremendas epidemias.

 

 

*Médico microbiólogo e infectólogo pediatra. Esta es una versión editada de la conferencia inaugural del Congreso Chileno de Infectología 1996, publicada originalmente en la Revista Chilena de Infectología, v.20, 2003. Artículo completo en: https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0716-10182003020200003#z

Comments
comentarios de blog provistos por Disqus