Una “verdad diferente” — letraese letra ese

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Una “verdad diferente”


De Luis Cernuda, poeta sevillano, se conoce lo esencial: su pertenencia vigorosa y discreta al grupo de poetas españoles de la generación del 27, así llamada en alusión al tercer centenario de la muerte del escritor Luis de Góngora; también su involucramiento en el proyecto republicano Misiones pedagógicas, interesado en difundir masivamente las obras de arte mundiales en el territorio español. De igual modo se sabe de sus coincidencias y desavenencias ideológicas con los bandos en lucha durante la guerra civil, y su intensa comunión intelectual con los mayores poetas del momento, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén y Federico García Lorca. De Cernuda se conocen también los largos años de exilio voluntario en Francia, Inglaterra, Escocia, Estados Unidos y finalmente México, donde residirá hasta su muerte en 1963, por un síncope cardiaco, a los 61 años.

En las márgenes del deseo
Lo que a menudo no se valora en toda su complejidad es la manera en que el poeta vivió con franqueza y un desparpajo sorprendente una sexualidad disidente plasmada en los poemas que le inspiraron sus contrariados amoríos masculinos. El escritor que con mayor perspicacia abordó el asunto fue justamente uno de sus amigos más cercanos, el poeta mexicano Octavio Paz, doce años menor que él, quien al hablar de la homosexualidad de Cernuda en “La palabra edificante”, ensayo escrito en 1964, un año después de la muerte del poeta, afirma: “Su sinceridad no es gusto por el escándalo ni desafío a la sociedad (es otro su desafío): es un punto de honor intelectual y moral. Además, se corre el riesgo de no comprender el significado de su obra si se omite o se atenúa su homosexualidad, no porque su poesía pueda reducirse a esa pasión —eso sería tan falso como ignorarla— sino porque ella es el punto de partida de su creación poética. Sus tendencias eróticas no explican a su poesía, pero sin ellas su obra sería distinta. Su “verdad diferente” lo separa del mundo; y esa misma verdad, en un segundo movimiento, lo lleva a descubrir otra verdad, suya y de todos.”

A Cernuda muchos de sus contemporáneos le reprochan su individualismo extremo o sus arrebatos temperamentales que transforman en enemigo acérrimo a la persona que días antes fuera un amigo entrañable. Basta un comentario crítico que él juzgue fuera de tono, una mínima crítica a su extravagancia en el vestir o una falta de urbanidad inexcusable para el fino señorito que desea ser siempre este poeta, para que se desaten en él las furias de un despecho pasajero o de un rencor perdurable. Cernuda lleva una existencia insular y se precia de ello; cultiva su soledad con el esmero de un esteta; es un dandi simbolista finisecular que rara vez consigue sentirse entre los suyos al frecuentar a sus contemporáneos andaluces. Ello lo saben y apenas se lo reprochan, excepto cuando la animosidad se vuelve de parte suya intolerable. A su maestro en poesía, Juan Ramón Jiménez, no tardará en darle el trato de un viejo poeta achacoso. No será muy diferente el trato reservado a Pedro Salinas, otro mentor suyo. En el ámbito familiar, una vez muerto su padre, viejo militar, lo que le queda al poeta es un universo doméstico poblado de mujeres, la madre y dos hermanas, sometidas cada una a su voluntad y sus caprichos. Y si la atmósfera familiar termina por parecerle irrespirable, traspasado el ámbito hogareño, su propia ciudad natal le inspira un desagrado inocultable: la juzga mojigata, provinciana en exceso y de un folclorismo anestesiante. “Recuerdo los años pasados en Sevilla, escribe. Tiempo perdido, sensación de vacío, de tristeza. Tiempos que no fueron míos ni de nadie”.

Los amores contrariados
Apenas juzga Cernuda con menor recelo a los poetas de su generación, salvo algunas excepciones, como Manuel Altolaguirre, amigo fiel por décadas. Y sin embargo, su sensibilidad a flor de pie le hace amar apasionadamente todo aquello que detesta, desde la institución familiar, a la que reserva sus dardos más hirientes, pero de la cual no consigue nunca desprenderse del todo, hasta las ciudades en las que residirá durante largo tiempo en su calidad de exiliado, y a las que invariablemente cubrirá de reproches, por ser demasiado inhóspitas y frías, o por el contrario, por mostrarse poco civilizadas o de una rusticidad exasperante. De todos esos humores contrariados y de sus efímeros entusiasmos da cuenta puntual su poesía, desde las recopilaciones Donde habite el olvido y Ocnos, hasta los poemarios inspirados en sus amores homosexuales, Los placeres prohibidos o Poemas para un cuerpo, o su estupenda Desolación de la quimera y naturalmente su obra más emblemática, La realidad y el deseo, sin olvidar sus escritos en prosa, plagados de ensayos sobre sus aficiones literarias o las íntimas remembranzas vertidas en su autobiográfico Historial de un libro.

Toda su experiencia vivida se vuelve materia de poesía. O como lo expresa Carlos Monsiváis: “En él todo es autobiografía y, al mismo tiempo, todo es literatura: un poema extiende y subraya –sin regateo ni autocomplacencia– la experiencia personal”. ¿Y de qué se nutre esa experiencia personal, fuera del catálogo de afectos pasajeros y enemistades juradas por agravios desproporcionados, de cóleras estacionales muy pronto olvidadas o de celos y frustraciones profesionales a menudo inventados?

El poeta carga consigo, muy a a su pesar, el agravio mayor de una incomprensión universal que lo condena a una soledad angustiante. Sus grandes pasiones masculinas –el chulo vividor con pretensiones intelectuales Serafín Fernández Ferro, en España, o el muy platónico físico-culturista bisexual Salvador Alighieri, en México–, le inspiraron espléndidos poemas y frustraciones prematuramente crepusculares, como lo revela el propio poeta al escribir escarmentado: “Como tarde o temprano debemos pagar un precio por todo, ha llegado para mí la hora del pago, y es amarga en extremo. Cuando se es joven sólo se siente el fin del amor, pero yo ahora, aunque con alegría grande veo que mis arrebatos actuales no quedan atrás de los de mi juventud, veo no sólo el fin del amor, sino el fin del tiempo que la vida nos concede para el amor”.

La serenidad recobrada
Ese escepticismo radical le sienta bien al esteta sin ilusiones que de contrariedades sin fin alimenta su poesía. Sus amigos lo recuerdan como un ermitaño errante, instalado en una austeridad monástica, con pocos libros en su cuarto, una cama modesta y una pequeña mesa para escribir. Cernuda acepta resignado las inclemencias de trabajos a menudo mal remunerados en universidades extranjeras. Habla lo mismo de Góngora que de Becquer o de Baudelaire y de Nerval.

Le apasiona el poeta Hölderlin, pero guarda para sí, celosamente, el beneficio de sus lecturas. Luego de diez largos años de exilio en Inglaterra, llega a una Norteamérica tan dinámica como primitiva en sus maneras, para instalarse luego, ya plácidamente, en un México al que idealiza a primera vista, reflejo de esa Andalucía suya tan aborrecida como adorada en el recuerdo, y en el que muere muy cerca ya de amigos y de parientes virtuales a los que finalmente adora.

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