Sodomía en el Perú colonial
En el marco de los estudios recientes de sexualidad y género, destaca la aparición de un trabajo esclarecedor sobre las conductas sexuales en el Virreinato del Perú durante los siglos XVI y XVII. Se trata de Cuando amar era pecado, Sexualidad, poder e identidad entre los sodomitas coloniales, de Fernanda Molina, investigadora y doctora en Historia. El libro revela aspectos novedosos de la sodomía masculina en aquellos tiempos y el doble rasero con que las autoridades civiles y eclesiásticas castigaban el “pecado nefando” según fuera el origen social de sus practicantes.
El derecho a la desigualdad
El estudio comprende cinco capítulos (Sodomía, Justicia, Poder, Religión, Identidad), y en el primero de ellos la autora analiza la manera en que la cópula sexual entre personas de un mismo sexo llegó a inscribirse, por definición escolástica de Santo Tomás, en una serie de pecados que atentaban contra la naturaleza. Equiparable con el bestialismo y el onanismo, la sodomía (ya fuera practicada por hombre y mujer o por personas del mismo sexo) contravenía los designios divinos de la reproducción natural de la especie, y era considerada un delito en las jurisdicciones reales y un pecado grave en las jurisdicciones eclesiásticas.
La interpretación de la sodomía era, por lo demás, azarosa. Se la relacionaba, erróneamente, con el castigo infligido a las ciudades de Sodoma y Gomorra, con lo que se justificaba el castigo en la hoguera a los pecadores sodomitas, cuando en realidad la falta sancionada en la bíblica Sodoma había sido su negativa a la hospitalidad a los ángeles que la visitaban, más que la pretendida conducta licenciosa de sus habitantes. La amalgama sirvió, sin embargo, para extender un flagelo divino a quienes incurrían en la sodomía o en cualquier práctica sexual heterodoxa, ya fuera en el continente europeo o, de modo muy severo, en el Nuevo Mundo, donde los indígenas, acusados de idolatría y antropofagia, cargaban además con la sospecha de también librarse, con mayor empeño, a las prácticas sexuales contra natura.
Es conveniente precisar que en la época que describe el libro, la sodomía únicamente alude a una práctica sexual impropia (“la cópula por el vaso trasero”) y de modo alguno a una noción de identidad homosexual, misma que sólo hará su aparición hasta el siglo XIX, según señalan historiadores de la sexualidad como el estadunidense John Boswell. No había entonces una especificidad identitaria ni tampoco, necesariamente, implicaciones afectivas en lo que se consideraba un acto estrictamente sexual.
En el capítulo dedicado a la Justicia, la investigadora muestra hasta qué punto la sociedad colonial peruana hizo de la desigualdad un derecho, administrando la justicia de manera muy injusta según fuera el rango y categoría social de quienes incurrían en el delito o pecado de sodomía. Las disputas jurisdiccionales que oponían a los poderes reales con los eclesiásticos encontraban un terreno de entendimiento común en el imperativo de proteger los derechos y privilegios de los peninsulares. Así, aun cuando en un tribunal era harto conocido que un amo había tenido relaciones ilícitas con su sirviente o esclavo (por lo general indígena o mulato), era sobre éste último que recaía invariablemente la severidad del castigo.
Medir con una doble vara el delito permitía exonerar al infractor peninsular de una pena tan grave como la hoguera y preservar, al mismo tiempo, la dignidad de la casta española, aun cuando los registros disponibles en archivos indican que la mayoría de los actos de sodomía eran cometidos, como ejercicios de poder, por una clara mayoría de peninsulares (73 %), teniendo los negros y mulatos (14%), los indígenas (8%), y los mestizos y moriscos (2%), índices de representatividad comparativamente muy bajos. En el libro abundan los ejemplos más variados y pintorescos de esa doble moral en el Perú virreinal, donde se ve a un español noble cortejar a su criado negro, celarlo luego por haberse acostado con una mujer o con otro hombre, castigarlo después con azotes, provocar incluso su huida, para aparecer el noble más tarde por el pueblo, como ánima en pena, sufriendo por la ausencia del hombre castigado y añorado.
Privilegios de la élite peninsular
Si algo señala el capítulo Poder es la manera en que el deseo de sodomía vino a perturbar el orden de las jerarquías intercambiando caprichosamente los roles sociales y haciendo, incluso, que el amo del criado, en principio un agente activo en la dominación sexual, pudiera terminar como sujeto pasivo para deshonra propia y de sus congéneres peninsulares que con bochorno presenciaban un despropósito semejante.
En estos casos extremos, tanto el criado como el amo solían compartir la misma suerte en la hoguera inquisitorial. “Las prácticas sodomíticas”, concluye la autora, “tuvieron la capacidad de erosionar las relaciones de poder al poner en entredicho la habitual correspondencia entre dominación social y sexual, especialmente cuando los individuos socialmente dominantes procuraron ser penetrados por sus subordinados”.
Al abordar el tema de Religión, el cuarto capítulo del libro hace énfasis en lo establecido por el Concilio de Trento en 1562 y que debió tener un fuerte impacto en la persecución de la sodomía en todos los sectores de la población, incluido el medio eclesiástico. La conducta moral de los clérigos, en tanto ejemplo para todos los feligreses, debía ser intachable (“un espejo donde se toman ejemplos que imitar”).
Con la exigencia del celibato obligatorio en los sacerdotes, muy pronto se vio que los clérigos incurrían en abusos muy similares a los de los seglares o personas laicas: escasa compostura en asuntos sexuales, amancebamiento y abuso sexual de las “indias de servicio”. A esto cabe añadir las prácticas sodomíticas en los confesionarios y las intimidaciones y chantajes a cambio de favores carnales.
En algunas ocasiones las acusaciones contra los clérigos eran falsas, incluso injuriosas, pues podía tratarse, en manos de rivales o enemigos, de “herramientas eficaces de desprestigio social”. No obstante que el propósito inquisitorial era tener mayor severidad con los “viejos cristianos” responsables de poner el buen ejemplo, lo cierto es que en la práctica, los abusos de poder, la impunidad y el derecho a la desigualdad eran privilegios que el clero ejercía con igual liberalidad que el resto de los peninsulares.
Por último, retomando algunos análisis de los investigadores David Halperin y Serge Gruzinsky, la autora aborda en Identidad, capítulo final del libro, la noción novedosa de la posible prefiguración de una subcultura en los sodomitas virreinales, que más allá de la visión hegemónica del poder, sugería aproximaciones afectivas e identitarias entre los pecadores, conductas heterodoxas (afeminamiento, travestismo, amancebamientos, “hábitos mujeriles”) muy anteriores a la definición decimonónica de la homosexualidad.
Todo gira en torno a una secreta sociabilidad de los réprobos virreinales que hasta la fecha permanece en buena medida inexplorada, y a la que el estudio de la historiadora Fernanda Molina confiere hoy una visibilidad sorprendente.