Una cálida muerte
Comúnmente se atribuye al filósofo inglés Francis Bacon la invención del término eutanasia (del griego eu=bueno, thanatos=muerte). En su tratado Instauratio Magna o Gran restauración (1623), el pensador expresa con claridad sus convicciones: “El papel del médico, no se limita a restablecer la salud de sus pacientes, sino también a aligerar los dolores y sufrimientos ocasionados por las enfermedades. Y esto no sólo porque aliviar el dolor, en tanto síntoma peligroso, ayuda y conduce a la convalecencia, sino para procurarle al mismo paciente, cuando no existe esperanza alguna de cura, una muerte apacible y dulce. La eutanasia es parte, y ciertamente no la mínima, de dicha dulzura”.
En el mismo estudio, Bacon lamenta que muchos de los médicos de su época olviden ese precepto humanista para abandonar a su suerte más triste a los enfermos terminales, sin ayudarles, según conviene, a abandonar este mundo con facilidad y sin dolor, no en medio de la frialdad del abandono, sino con la calidez a la que sin duda se han hecho acreedores al cabo de inenarrables sufrimientos. La eutanasia era para Bacon la mejor preparación para una vida mejor, y suponía una salida digna cuando era ya imposible cualquier calidad de vida.
El escritor colombiano Carlos Framb (Del otro lado del jardín, 2009) precisa sin embargo que el término eutanasia tiene una historia mucho más antigua que remonta a la Grecia clásica, cuando se le consideraba una “buena muerte”, siempre y cuando la interrupción voluntaria de la vida, el suicidio, estuviera fundada en motivos nobles.
Uno de esos motivos bien podía ser una enfermedad insoportable, y sin visos de sanación, o una desgracia personal irreparable. Considerando que el paciente perdía en estas circunstancias el goce de una vida digna, resultaba poco razonable, cuando no indigno por parte de los médicos prolongarle la tortura de una muerte en vida.
Había casos, en esa civilización antigua, según refiere Plutarco, como el de Esparta, donde llegaba a justificarse el infanticidio cuando se consideraba que los niños no gozaban de vigor o de salud. O como lo que señaló Platón cuando hablaba de “dejar morir a aquellas personas cuyos cuerpos estuvieran mal formados” (La República, tercer libro). No sorprenderá que esa inclemencia disfrazada de solución misericordiosa haya inspirado muchos siglos después políticas eugenésicas de exterminio como las implementadas por el régimen nazi en Alemania cuando en 1939 ordenaba la “misericordiosa muerte” de miles de niños con malformaciones o con enfermedades incurables. Las evidentes distorsiones ideológicas realizadas por el fascismo transformaron una práctica de piedad humanista (el alivio extremo de un sufrimiento humano) en un sistema de destrucción masiva de toda existencia considerada inferior según criterios racistas.
Desde finales del siglo XIX, el término eutanasia se medicaliza formalmente y designa el acto de facilitar una “muerte suave” de un enfermo incurable. Y aunque el conjunto de religiones se opone con firmeza a esta suplantación médica de una voluntad divina, en la práctica casi todas las sociedades modernas facilitan, de un modo u otro, a menudo en la clandestinidad, y con criterios muy variables, la interrupción de una vida inútilmente lacerada por los sufrimientos. Para mayor claridad jurídica se tipifican los distintos modos de eutanasia, suponiendo que algunas formas de contribuir a poner fin a una existencia dolorosa pueden tener mayor justificación moral o social que otras. Se habla así de eutanasia pasiva y activa; de eutanasia voluntaria o involuntaria; de suicidio asistido o de objetores de conciencia para designar a los médicos que, por convicciones morales o religiosas, se niegan a practicar cualquiera de estas variantes de una “muerte suave”. Se alude con frecuencia al célebre Juramento de Hipócrates (siglo IV A.C.): “Haré todo lo posible por aliviar los sufrimientos. No prolongaré de manera abusiva las agonías. No provocaré jamás la muerte deliberadamente”.
La interpretación de estas prescripciones deja un amplio margen de ambigüedad en su aplicación cotidiana, pues es sabido que el llamado “encarnizamiento médico”, práctica médica consistente en mantener en vida, de modo artificial, a pacientes claramente desahuciados, viola de manera flagrante el principio mismo de no prolongar las agonías.
Los involucrados en la eutanasia
Importa, pues, establecer claramente las distinciones entre los diferentes tipos de eutanasia para valorar hasta qué punto muchas legislaciones actuales ignoran o toman en cuenta el interés de los pacientes, y de qué manera se penaliza o no a los cuerpos médicos o a otras personas que ayudan a bien morir a los interesados.
Se habla de eutanasia activa cuando se trata del acto voluntario de facilitar la muerte que, por iniciativa propia, comete una persona bajo demanda expresa del enfermo. La eutanasia pasiva, en cambio, consiste únicamente en suspender las terapias que podrían prolongar la vida (y los sufrimientos) de ese mismo paciente.
También se habla de eutanasia voluntaria cuando el paciente rechaza, por decisión propia, la continuación de las terapias, y solicita su interrupción, misma que puede valorar un comité de ética en caso de que se justifique la administración de un tratamiento mínimo que disminuya sus dolores y precipite un desenlace fatal. Una eutanasia involuntaria, en cambio, se produce cuando el paciente se ve incapacitado para hacer dicha demanda, ya sea por un grado severo de invalidez o de inconciencia, dejando la decisión final al criterio de sus familiares o de los médicos responsables de su caso. Un caso emblemático de esta situación es cuando se produce en el paciente una “muerte cerebral”, estadio legal para justificar el retiro de todo sistema de respiración artificial que permita mantener a un paciente en vida; en rigor, en un estado vegetativo.
Escrito en la ley
En muchos países la eutanasia activa o el suicidio asistido están formalmente prohibidos, y sólo un puñado de naciones (Bélgica, Países Bajos, Suiza, Luxemburgo) y algunos estados en la Unión Americana (Oregón, Washington, Vermont y California) han legalizado su práctica. La eutanasia voluntaria activa, que permite solicitar ayuda médica para una muerte digna, goza de una creciente tolerancia en países como Canadá, Colombia, Francia o España, mientras Italia, Gran Bretaña o Grecia penalizan severamente su práctica.
En México, la eutanasia pasiva quedó autorizada desde el 7 de enero de 2008, en tanto la eutanasia activa sigue siendo ilegal. Al respecto cabe precisar que la Ciudad de México abre nuevamente el debate jurídico al incluir en el artículo 11 de su nueva Constitución Política, aprobado el 4 de enero de 2017, un derecho a la autodeterminación personal que estipula que “Toda persona tiene derecho a la autodeterminación y al libre desarrollo de una personalidad. Este derecho humano fundamental deberá posibilitar que todas las personas puedan ejercer plenamente sus capacidades para vivir con dignidad. La vida digna contiene implícitamente el derecho a una muerte digna”.
Con información complementaria de Jean Paul Coudeyrette, (compilshistoire.pagesperso-orange.fr )