Ante una deriva autoritaria — letraese letra ese

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Ante una deriva autoritaria


Gregg Bordowitz es un escritor, activista del sida y cineasta estadunidense. Sus escritos están compilados en el libro The AIDS Crisis is Ridiculous and Other Writings. Actualmente es profesor en el Instituto de Arte de Chicago, y durante su visita reciente a México, invitado por el Museo Jumex en el marco de la exposición General Idea: tiempo partido, presentó en la Cineteca Nacional sus documentales Fast trip, Long Drop (1993) y Habit, (2001), y concedió a LetraeSe la siguiente entrevista.


¿A partir de su experiencia como ciudadano y artista estadunidense, considera que el actual clima de intolerancia en Estados Unidos guarda algún paralelismo, en mayor o menor grado, con el que se vivió durante la era Reagan en los años ochenta, al inicio de la epidemia del sida?

De cierta forma las cosas han mejorado. Creo que el movimiento de activismo contra el sida fue muy exitoso en su defensa de los grupos más afectados por el VIH (hombres gay, usuarios de drogas, minorías raciales, grupos históricamente marginados que fueron estigmatizados o excluidos de la asistencia social durante las administraciones de Reagan y Bush).  Cuando a mediados de los ochenta se empezó a hablar públicamente de la epidemia, desde las altas esferas políticas y en la prensa se manejaron propuestas muy perturbadoras para hacer frente al problema: campos de detención para las personas infectadas y un periodo de cuarentena para quienes resultaran positivos en las pruebas de detección que entonces se iniciaban. Las personas gay en Nueva York, entonces epicentro de la epidemia, no contaban con ninguna garantía en materia de vivienda y empleo, pues incluso en las familias se les podía correr si se descubría su condición de enfermos. La desprotección de los gays, en esa época anterior al matrimonio igualitario, era tremenda.

 

¿Cómo reaccionó la comunidad gay ante ese clima de hostigamiento?

Muy pronto fue evidente que no había ninguna protección, ni contra los abusos por desalojo habitacional, ni contra la pérdida de empleo o la negligencia o maltrato en los hospitales, donde no pocos doctores o enfermeras rechazaban al paciente ya fuera por miedo o por ignorancia. Tampoco al gobierno le importaba la suerte de los enfermos, sólo les inquietaba proteger a los no infectados, aquellos que no formaban parte de los grupos estigmatizados. Por todo ello, tomamos las cosas muy en serio. Hay en Estados Unidos una larga historia de campos de detención. Muchos japoneses-americanos fueron recluidos en ellos durante la Segunda Guerra Mundial y muchas prostitutas padecieron redadas a principios del siglo pasado ante cualquier pánico de diseminación de la sífilis. Con esos antecedentes, la amenaza de internamiento y cuarentena por parte del gobierno o de los militares era algo muy real cuando estuvieron disponibles las pruebas de detección del virus. De ese modo, el grupo militante ACT UP, del que yo formaba parte, fue sobre todo un grupo de autodefensa. En la comunidad gay existía otro grupo, el Gay Men’s Health Crisis, encargado de atender a las personas enfermas, dado que otras organizaciones no brindaban entonces ni apoyo ni fondos a las personas seropositivas. Fue la comunidad gay la que inventó el sexo seguro, no fue obra ni del gobierno ni del Centro de Control de Enfermedades. Fueron los gays, junto con doctores gays, quienes conjeturaron que el VIH podía ser una enfermedad de transmisión sexual, y los activistas distribuyeron entonces panfletos informativos sobre cómo tener sexo durante una epidemia a la comunidad gay con guías muy útiles de protección, desde el uso de condones hasta la necesidad de limitar el número de parejas sexuales, todo ello antes de que el gobierno lanzara campañas de prevención similares.

 

¿De qué modo aquel clima de persecución y estigmatización social podría repetirse ahora, tres décadas después, con un gobierno ultraconservador en Estados Unidos?

Lo que Donald Trump representa ahora es algo peor de lo que en su momento representó Ronald Reagan. Nunca pensé asistir a algo semejante en mi vida. El trumpismo es un intento por dar marcha atrás a todos los beneficios obtenidos por la sociedad civil en los últimos veinte años en salud, servicios para la gente que vive con VIH, salud de las mujeres, incluido el derecho al aborto, y a seguridad y bienestar de las minorías raciales. Incluso antes de la elección de Trump, había un prejuicio institucional contra la comunidad negra. Trump representa una plataforma de Ley y Orden relacionada con la misma plataforma conservadora de Richard Nixon, y que Ronald Reagan volvió a tomar, hasta ser a su vez adoptada por George Bush. La Ley y el Orden es un código que encarna una visión xenofóbica, racista, homofóbica y sexista, bajo la apariencia de procurar seguridad y protección ciudadana. Pero tenemos que preguntarnos a quién se protege realmente. Ese discurso alimenta los miedos que albergan los privilegiados por la inseguridad económica, por la otredad y las diferencias, y Trump ha elevado todo esto al nivel de un cripto-fascismo o de un fascismo abierto.

 

¿Contempla usted una respuesta ciudadana equiparable o superior a la movilización social que provocó en su tiempo el conservadurismo reaganiano?

Efectivamente hubo en entonces una respuesta dentro y fuera de las fronteras estadounidenses en defensa de los derechos de las minorías perseguidas. Esto vuelve ahora a surgir y quiero mantener viva la esperanza. Participé en la marcha de las mujeres la semana pasada, también hubo protestas anoche en el aeropuerto neoyorkino de JFK, y esta mañana el rechazo de una orden ejecutiva represora. Hay un movimiento creciente de resistencia, y es deseable que eso se mantenga. He visto en mi vida una larga cadena de éxitos por parte de grupos organizados de protesta.

 

Sin embargo asistimos a una concentración de poder en manos de la ultraderecha con el control total de las cámaras y la suprema corte de justicia. ¿Existe un antecedente similar en el pasado político estadounidense?

Existe ahora el riesgo de una suprema corte de justicia con abierto activismo ultraderechista y una clara disminución de la protección social. Pero al mismo tiempo crece la resistencia civil y la gente joven participa diversificando las acciones, defendiendo las ciudades santuarios para los inmigrantes o los derechos de las mujeres. Todo sucede muy de prisa, como una avalancha de acciones. También la comunidad LGBTI se organiza al ver amenazados sus derechos fundamentales. Hay amenazas hacia los fondos para la lucha contra el sida y un cuestionamiento radical del Obama Care, lo que supone privar a veinte millones de personas de una atención médica. Hay también una amenaza real a la libertad de prensa. Y en los próximos años una posible criminalización de las conductas sexuales asociadas con el VIH. El panorama es inquietante y sombrío. En nombre de una lucha, al parecer interminable, contra el terrorismo, el gobierno podría intentar suprimir libertades fundamentales. Pareciera como si Trump deseara dirigir el país a la manera de un reality show.

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