El tabú del cuerpo viejo
No es fácil ser viejo en el mundo contemporáneo, aunque ser vieja quizás sea aún peor. Esas aseveraciones pueden sonar paradójicas en un momento histórico que posibilitó como nunca antes la expansión cuantitativa y cualitativa de la vida, especialmente en lo que respecta a las mujeres.Entre las muchas características inéditas de nuestra época, se cuenta tanto la creciente participación femenina en todos los ámbitos –incluso en los más altos escalafones del poder, con libertades equiparables a los hombres en diversos planos de la existencia– como el hecho incontestable de que la población mundial está envejeciendo.
Además de haberse reducido la tasa de fertilidad por habitante y, por tanto, el número relativo de nacimientos, los increíbles avances tecnocientíficos de las últimas décadas no cesan de desafiar los límites que tradicionalmente constreñían a los cuerpos humanos, disminuyendo tanto la morbilidad como la mortalidad. Las características biológicas de cada sujeto y de la especie en general se revelan cada vez menos intrasigentes delante de la intervención técnica, mientras que el espectro deexperiencias individuales y colectivas ofrece una diversidad jamás vista, capaz de transbordar los horizontes de la condición humana empujando sus confines rumbo a territorios impensados.
Las nuevas ciencias de la vida sueñan con la posibilidad de “reprogramar” esos cuerpos para tornarlos inmunes a las enfermedades, por ejemplo, esquivando así tanto las penurias de la vejez como la fatalidad de la muerte. Se trata del ancestral sueño de la eterna juventud, renovado como una gran ambición de nuestra época y como una promesa que, tal vez, pronto estará a disposición de todos; o, cuanto menos, de todos aquellos que tengan condiciones de pagar por tan magnífica receta.
Esa última salvedad merece destaque, porque en el caso de que tal panacea sea descubierta, sin duda no surgirá bajo la forma de un viaje místico rumbo a algún tipo de “más allá”, ni tampoco como cualquier otra opción que contemple un flujo de energías sobrenaturales o extraterrenas. Si ese milagro se concretizara entre nosotros, de hecho, tendrá las facciones prosaicas de una mercancía o de toda una línea de productos y servicios; y, como tal, estará sujeto a un precio que podrá ser cancelado en diversas modalidades y con facilidades de crédito.
Una miríada de productos y servicios para conservar la juventud es lo que ofrecen la mercadología, la tecno-ciencia y los discursos mediáticos.
Se subraya, sobre todo, su capacidad de ayudar a las víctimas de esa fiera despiadada –la vejez– a disimular los inevitables destrozos que imprime
en el aspecto físico de cada uno.
La carne maldita y la pureza de las imágenes
“La vejez es la peor de todas las corrupciones”, sentencia una frase de bronce atribuida a Thomas Mann. Como bien se sabe, la letanía que aquí nos ocupa no involucra solamente a los discursos mediáticos, tecnocientíficos y mercadológicos, esa triple alianza que comanda la producción de verdades en la contemporaneidad. De hecho, tanto en la historia del arte como en la filosofía y la antropología sulfuran cavilaciones de ese orden. Pero si hoy proliferan las técnicas dedicadas a evitar esa catástrofe es porque esa evidencia se está haciendo cada vez más verdadera, más pesada e incluso absolutamente indiscutible. Eso se debe, en buena parte, a que no disponemos de otras fuentes de encantamiento para los cuerpos ni para el mundo, que sean capaces de contrabalancear el monopolio del mito cientificista, compensando sus flaquezas con otros ornamentos simbólicos y otras narrativas cosmológicas.
Ante esa indigencia mítica y espiritual que signa la cultura contemporánea, no sorprende que los juicios morales más feroces apunten hacia aquellos que sucumben en el esfuerzo de encuadrarse bajo las coordenadas de la buena forma. Se los acusa de ser negligentes en dicha tarea, aun teniendo a su disposición el portentoso arsenal aportado por la tecnociencia, los medios y el mercado. Pese a la inevitable frustración que ese círculo ilusionista acaba provocando, esa misma insatisfacción se convierte en su mejor combustible porque impulsa la parafernalia que promete retardar el fatal declive. Como resultado, una miríada de productos y servicios se anuncia en constante festival, con su retórica especializada en garantizar las certezas más delirantes. Se subraya, sobre todo, su capacidad de ayudar a las víctimas de esa biopolítica imperfecta a disimular los inevitables destrozos que tal fiera despiadada –la vejez– aún se empecina en imprimir en el aspecto físico de cada uno. La fuerza de esa voluntad contrariada alimenta, así, el riquísimo mercado de la purificación, constituido por toda suerte de antioxidantes, hidratantes, drenajes, lipoaspiraciones y estiramientos.
Un cuerpo joven y espectacular
Es evidente que esa mirada tan contemporánea, que desprecia lo que ve al juzgarlo incorrecto –o, en otros términos, arrugado y adiposo– y busca repararlo u ocultarlo, no está impulsada por la vieja moral burguesa que rechazaba toda exhibición de desnudez y se ruborizaba ante cualquier alusión a la sexualidad. Muy lejos de esa cosmovisión, la severidad de esta mirada tan actual responde a otros mandatos morales, bastante diferentes de aquellos más anticuados, aunque no menos rígidos e implacables. Bajo esta nueva lógica, no es la visión del cuerpo desvestido ni la osadía erótica lo que molesta y acaba suscitando esos ímpetus censuradores. Al contrario, en verdad; todo eso puede ser muy bien tolerado o inclusive estimulado y hasta premiado en el mundo contemporáneo, pero hay una importante salvedad: siempre y cuando las líneas de las siluetas que los protagonizan sean perfectamente lisas, rectas y bien definidas. He aquí la reluciente moral de la buena forma en plena acción: aquella que no se avergüenza ni se preocupa por ocultar la sensualidad más descarada, pero exige de todos los cuerpos que exhiban contornos planos y relieves bien torneados.
Michel Foucault ya había llegado a esa conclusión, como revela una entrevista concedida hace ya casi cuarenta años a la revista Quel Corps?. “¡Desnúdese... pero sea delgado, bonito, bronceado!”, sintetizaba ese autor en 1975. Bajo los efluvios de la era digital, una versión actualizada de ese permiso condicionado podría añadir que, además, se recomienda depurar esa desnudez expuesta con la ayuda del PhotoShop.
“¡Desnúdese... pero sea delgado, bonito, bronceado!”, así sintetizaba Michel Foucault el nuevo mandato de libertad corporal. Una actualización de ese permiso condicionado podría añadir que, además, se recomienda depurar la desnudez expuesta con la ayuda del PhotoShop.
Los cambios socioculturales que terminaron alterando el panorama, hasta derivar en estas manifestaciones más recientes, comenzaron a dispararse hace ya varias décadas: en los años 1970, precisamente, cuando la disciplina y la “ética puritana” entraron en crisis como las grandes fuerzas propulsoras del capitalismo. Entonces “se percibió que ese poder tan rígido no era tan indispensable como se creía”, explica nuevamente Foucault, y “que las sociedades industriales podían contentarse con un poder mucho más tenue sobre el cuerpo”.
Como consecuencia de esos deslizamientos, se desactivaron algunas de las amarras que amordazaban a los huesos y músculos modernos para imprimirles los ritmos de la fábrica, el cuartel, la escuela y la prisión. Pero no se trató de una liberación total, ya que la contraofensiva puso en marcha “una explotación económica (y tal vez ideológica) de la erotización, desde los productos para broncearse hasta las películas pornográficas”. En los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, se ha exasperado ese catálogo que lucra con el mercado del embellecimiento, del placer y del bienestar, desdoblando así nuevas reglas morales y otros grilletes para esos cuerpos liberados del antiguo poder disciplinario.
Mientras se deshacían del peso inerte de los viejos tabús y otros fardos oxidados, los cuerpos surgidos impetuosamente en aquella época asumieron otros compromisos y sellaron otros pactos; sobre todo, con los hechizos del espectáculo y sus deslumbramientos audiovisuales. “Como respuesta a la insurrección del cuerpo”, esclarece aún Foucault, “encontramos una nueva embestida que no tiene más la forma del control-represión sino la del control-estimulación”. Varias décadas después de esos desplazamientos y sus consecuentes reacomodos, todavía creemos en ese mito del cuerpo juvenil como un valioso capital. Esa creencia, que vislumbra una concentración triunfal de ese capital corporal en la capacidad de exhibir una imagen joven, delgada y feliz, es de las más robustas –y tiránicas– de nuestra época.
* Profesora del Programa de Posgrado en Comunicación y del Departamento de Estudios Culturales y de Medios de la Universidad Federal Fluminense, Brasil.