Conversando la muerte — letraese letra ese

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Conversando la muerte


Dentro de su programa de actividades culturales, la librería Somos Voces, antes llamada Voces en tinta, y desde hace diez años especializada en temas de género y diversidad, presentó un conversatorio sobre el tema de la muerte, una triple exposición, muy bien armada, sobre los riesgos y amenazas, a menudo mortales, relacionados con el VIH y los crímenes de odio por misoginia y homofobia, así como la incidencia de suicidio en la población juvenil. En el conversatorio participaron los psicólogos Karen González, Gabriela Espinosa y Alberto Ángeles. Conviene rescatar aquí lo esencial de ese diálogo circular por tratarse de un acercamiento novedoso al tema de la muerte desde la perspectiva de género y de una sexualidad diversa.

La discusión trasciende el ámbito académico para alcanzar nuevas audiencias en un espacio cultural alternativo, cuyas actividades divulgativas debieran tener mayor visibilidad.
La sensualidad del riesgo

Reflexionar sobre el significado de las conductas de riesgo, relacionadas con la infección con el VIH en tiempos en que el sida ha dejado de ser una sentencia de muerte para las personas seropositivas para volverse un padecimiento tan manejable como la diabetes, significa atender un cambio sustancial de paradigmas culturales. Conversando la muerte, título del conversatorio en Somos voces, enfatizó el hecho de que contraer el virus del sida no representa ya para muchos jóvenes la amenaza de muerte y sufrimiento que significó para la generación precedente de personas afectadas. Puede llegar a contemplarse incluso como la vigorosa marca de pertenecer de un modo desafiante y excitante a una comunidad gay muy distinta del resto de la población. También como una forma de afirmación libertaria (“Entendí que el virus fue una manera de alejarme del yugo de mis padres y mostrarles que mi cuerpo no les pertenece”), sin tomar en cuenta que contraer el virus representa el yugo todavía mayor de tener que someterse, de por vida, a exámenes clínicos de rutina y tratamientos antirretrovirales para garantizar, en lo posible, una buena calidad de vida y una supervivencia.

Las prácticas de riesgo más comunes, como el sexo sin condón (bareback o sexo a pelo), no son un hallazgo de los jóvenes que hoy lo practican. Son prácticas aprendidas y difundidas (viralmente, valga la expresión) por los sitios en internet de encuentros sexuales. Lo que sí ha cambiado es la percepción de que el riesgo es mucho menor del que vivió la generación anterior debido al recurso actual de métodos preventivos como la profilaxis preexposición (PrEP) que reducen la posibilidad de transmisión del virus, sin proteger empero de otras infecciones sexualmente transmisibles. De ahí se desprende una curiosa erotización del virus que autoriza a flirtear con la posibilidad de la muerte, como quien se arriesga a una cuerda floja con una red de protección bajo sus pies. Lo ideal, sin embargo, sería replantear esa heroicidad juvenil, ese desafío novillero, en un reto menos confortable y más exigente: dejar de buscar inconsciente y aleatoriamente la muerte (ya sea por soledad o por rechazo), y vivir, en plena libertad, una sexualidad informada y placentera. Importa también recibir de las generaciones de sobrevivientes de la pandemia el legado de su experiencia mediante intervenciones culturales que disipen en los jóvenes la desinformación y fomenten estrategias de prevención verdaderamente eficaces.

La muerte tiene permiso
Un segundo asunto. En el origen de los crímenes de odio existe la percepción, por parte de quienes los perpetran, de que los destinatarios del desprecio, las víctimas del acto homicida (mujeres, homosexuales o lesbianas, personas trans o travestis), son seres cuya vida no vale nada. Se trata, según esta lógica de la exclusión radical, de existencias socialmente prescindibles. El crimen se vuelve una afirmación personal ante la muerte: afirmación de la masculinidad del criminal frente a un tipo de vulnerabilidad de la que se siente totalmente ajeno y que desprecia o a la que percibe como una amenaza para sus prerrogativas masculinas. Se trata de eliminar a ese otro que en principio no debiera existir y cuya sola presencia representa todo un agravio.

En Conversando la muerte se evocó la noción de una “triple conciencia antropológica” que de acuerdo con el sociólogo francés Edgar Morin incluiría una conciencia de muerte (eliminar físicamente al ser a quien ya se ha desvalorizado moralmente), un deseo de heroicidad (el homicida percibe su proceder como un valeroso acto de justicia mediante el cual libera a la sociedad de un individuo susceptible de dañarla) y un afán de permanecer en la memoria colectiva como el individuo excepcional que ha matado lo que en realidad no vale, las vidas que no interesan, o, según la expresión de la feminista Judith Butler, “las vidas que no valen la pena de ser lloradas”. En definitiva, el asesino busca cancelar cualquier posibilidad o riesgo de identificación o deseo con el individuo al que ha decidido ejecutar.

Cabe añadir que cuando ese deseo personal coincide con la misoginia, homofobia o transfobia institucionales, el verdugo se transforma en el brazo armado de un gobierno o de una sociedad que decidió eliminar a las personas indeseables, a esas minorías capaces de poner en riesgo un ápice de su hegemonía ideológica o política. La proliferación de feminicidios y crímenes de odio por orientación sexual son entonces la llana ilustración de que cuando impera la impunidad, la muerte siempre tiene permiso.

Los saldos del autodesprecio
Para finalizar, el conversatorio sobre la muerte abordó el tema delicado y muy doloroso del suicidio como un proceso mediante el cual el individuo que ha padecido el estigma por su orientación sexual o por un diagnóstico clínico, como el VIH, al cual considera erróneamente como una sentencia de muerte, elige abreviar sus días procurándose la muerte. En este caso, parte de lo anteriormente descrito como prácticas de exclusión social, o como voluntad homicida por parte de un ser misógino o de la persona violentamente homófoba, el candidato al suicidio se lo aplica a sí mismo para explicar o justificar su deseo de desaparecer de este mundo. Esa percepción de rechazo es tal vez el mayor detonador del afán suicida. Una autodevaluación moral responde a las veleidades de una población que caprichosamente le concede un mínimo de tolerancia al marginado sexual, en tanto afirma mayoritariamente, según encuestas de opinión, su renuencia a compartir con un homosexual o una lesbiana el mismo techo.

El círculo parece cerrarse y la política de odio cumple su cometido: al cabo de un largo embate de discriminaciones y rechazos, el marginado social ha terminado por sentirse no sólo como un apestado, sino como alguien potencialmente dañino para la sociedad. El suicidio (mediante un arma de fuego o prácticas sexuales de riesgo), aparece como una opción liberadora. El antídoto eficaz contra esta rabia del autodesprecio inducido bien podría ser el empoderamiento humanista y radical de un individuo moralmente saludable.

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