Walt Whitman y la camaradería
La celebración este año del bicentenario del nacimiento del poeta estadounidense Walt Whitman (1819-1892), autor de Hojas de Hierba (Leaves of Grass), poemario editado en 1855 y que el escritor diversificó y enriqueció en ocho ediciones más, es una ocasión excelente para valorar la inmensa contribución de ese infatigable profeta de la camaradería universal al afianzamiento de la democracia, el igualitarismo y la tolerancia.
En una época como la nuestra en que esas convicciones morales se ven amenazadas por el fantasma del pensamiento único y los embates del racismo, la misoginia, la homofobia y los totalitarismos, es tonificante apreciar en su justa dimensión y actualidad el legado espiritual de quien ha sido considerado el mayor poeta de Norteamérica.
La imagen emblemática de Walt Whitman es la de un bardo mesiánico que rompe con las inercias de la poesía tradicional para imponerle al idioma inglés del siglo diecinueve la fluidez de un verso libre plagado de acentos bíblicos, catálogos oratorios, arcaismos y grafías caprichosas, neologismos y voces extranjeras, y ofrecerle, como algo novedoso, la irrupción en el lenguaje del poderío de la naturaleza, un torrente verbal incontenible, la letanía que canta la maravilla del mundo y la belleza del hombre que lo habita. Esto la habían insinuado ya sus contemporáneos literarios: Herman Melville en Moby Dick; Mark Twain en Las aventuras de Huckleberry Finn; Henry David Thoreau en su espléndido Walden.
Whitman unió su voz a la de los forjadores de esas grandes empresas literarias que se asignaban como misión primordial construir y cimentar un nuevo mundo. Pero el autor de Hojas de hierba fue más lejos aún en ese empeño: propuso el humanismo nuevo de una fraternidad universal que conjugaría elevación mística y erotismo, amor a la naturaleza y adhesión a la modernidad urbana, culto a un fértil individualismo y a los goces colectivos de la camaradería. Esa suma de propósitos sólo podía tener, como cometido final, el elogio de un ideal democrático. Walt Whitman es, canónicamente, el gran poeta de la democracia.
Los oficios formativos
A los treinta años, el autor neoyorkino preparaba ya su poemario capital que fue creciendo y cambiando al azar del gusto público y del rigor de la censura. Su formación primera había sido la de periodista y ensayista, una faena alimentaria que le mantenía en contacto directo con los ritmos urbanos y la sociedad de su tiempo. Su novela Vida y aventuras de Jack Engle (1852), de inspiración dickensiana, fue publicada por entregas y de manera anónima. Su afición por el deporte, la vida al aire libre y el nudismo le inspiraría, por esos años, un libro curioso, recientemente reeditado: Guía para la salud y el entrenamiento masculinos. De esta manera, la disciplina del cronista urbano, aunada a las veleidades del narrador asomado a su propia biografía, venía preparando la sustancia de esos primeros doce poemas numerados y sin título de las 95 páginas iniciales del luego inmenso Hojas de hierba (rústica edición de pasta verde de 1855) que en una nueva edición, aumentada con la sección Cálamo, celebraría ya en 1860, para pasmo y alborozo de unos pocos lectores liberales y sensibles (en primer término, Ralph Waldo Emerson), y consternación de un público más conservador y más amplio, los goces de la camaradería viril, el placer combinado de la naturaleza y de la carne, el elogio de la libertad individual y de los valores de la tolerancia. El fragmento de un poema de Whitman, ilustra de modo elocuente los motivos del escándalo:
“Un vistazo a través de un pestillo,
Una ronda de obreros y choferes en un bar
alrededor de la estufa,
tardía noche invernal, y yo, sin ser notado,
sentado en una esquina,
Un joven que me ama y a quien amo, en
silencio acercándose y
sentándose tan cerca,
que puede tomarme la mano,
Mucho tiempo, entre los ruidos del vaivén,
bebidas y palabrotas
y bromas obscenas,
Allí nosotros dos, contentos, felices de estar
juntos, hablando poco,
quizás ni una palabra”.
Las querencias incofesables
No es paradoja menor que el celebrado poeta de la camaradería recia y las épicas praderas conquistables –poesía nueva para una nueva nación– sea al mismo tiempo el autor de poemas por largo tiempo denostados por celebrar no sólo la individualidad retadora del autor (Canto a mí mismo) sino también el delicado entendimiento amoroso de dos varones. El Whitman que recuperan el rumor y las biografías era un ser lleno de contradicciones. Por un lado podía ser partidario ferviente de la emancipación de los esclavos, e inclusive dedicar un poema a Abraham Lincoln, y por el otro acumular prejuicios relacionados con la irredimible pereza de los afromericanos y, en especial, de los mexicanos. Podía de igual manera celebrar un individualismo a ultranza y dedicar muchos poemas al “dulce amor de los camaradas”, o a la fantasía colectivista en la que habría de reposar una fraternidad democrática.
En suma, no era impensable en su caso aliar un sincero afán cosmopolita desconocedor de fronteras, con un nacionalismo libertario flirteando peligrosamente con el chovinismo más rancio. En su vida privada, en esa misteriosa incógnita que siempre fue su experiencia sexual, se intensifican todavía más las contradicciones. Cuando algún amigo o admirador le elogia la franqueza de sus poemas homoeróticos, Whitman no deja de vanagloriarse de sus conquistas femeninas y de los muchos hijos que ha engendrado. Sólo con el tiempo habrá de precisarse, en lo posible, la relación entre amistosa y carnal que tuvo con el joven cochero irlandés Peter Doyle, 24 años menor que él, con quien viviría largo tiempo, o con el muy joven Duckett, objeto fugaz de su entusiasmo, o con el casi adolescente Harry Stafford, a quien seduce a los 55 años, por no mencionar un número considerable de conquistas masculinas pasajeras. Algún biógrafo se demora en un amorío femenino que bien pudiera ser simple pasión platónica, la actriz Ellen Gray, pero de nueva cuenta el rumor hace aquí las veces de una aseveración incontestable.
Los límites de la tolerancia
Lo cierto es que Whitman vive su plenitud amorosa en una época anterior a la medicalización de la homosexualidad a finales del siglo XIX. La intimidad entre varones era algo corriente y no necesariamente inducía a pensar en relaciones contrarias a la naturaleza. Sólo al traspasar dichas relaciones los límites de una intimidad estricta, volviéndose motivo de notoriedad o escándalo, se podían volver ocasión de reproche o de censura. O cuando en un libro de poemas como Hojas de hierba, se incluían poemas tan abiertamente sugerentes de una complicidad carnal entre varones. Tampoco ayudaba la cercanía con personajes provocadores en su vestir o estilo de vida, como el escritor Oscar Wilde, quien a su paso por Estados Unidos, se jactó de haber posado sus labios sobre la boca del gran poeta de Norteamérica. Durante largo tiempo, Whitman se benefició de esa nebulosa ambigüedad sexual que cultivó con tanto apremio. Su obra y su espíritu aventurero influyeron con fuerza en García Lorca, Gertrude Stein, Fernando Pessoa, Hart Crane, Allen Ginsberg y Jack Kerouac. Hojas de hierba, obra maestra a la vez universal y marginal, es una absoluta herencia libertaria.