Los fascismos emergentes — letraese letra ese

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Los fascismos emergentes


“Dadas las condiciones propicias, cualquier sociedad puede alejarse de la democracia. De hecho, si tomamos en cuenta la historia, todas las sociedades terminarán por hacerlo” (Anne Applebaum, Is democracy dying?, The Atlantic, octubre 2018). Este pronóstico de la prestigiada periodista estadunidense de origen polaco podría parecer en exceso pesimista de no ser porque refleja de modo pertinente una corriente de opinión que crecientemente cobra fuerza en los debates políticos actuales. Los sucesivos triunfos electorales de movimientos y partidos políticos vinculados con la extrema derecha en países de América y Europa, obligan a una reflexión sobre las causas de lo que la revista The Atlantic señala como una posible agonía de la democracia.

En Francia, por ejemplo, se multiplican las discusiones que equiparan el presente panorama político y social con la situación de crisis que varios países europeos vivían durante los años treinta del siglo pasado y que condujo al ascenso irresistible del fascismo en Italia y del nacionalsocialismo en Alemania, y finalmente al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Aunque el contexto histórico haya sido entonces totalmente distinto al que hoy vive el mundo en nuestra era de globalización, las similitudes en el terreno social y en una crisis de valores morales son preocupantes. A continuación, un breve repaso de las nuevas señales de alarma.

Una nueva cartografía del odio
Parafraseando a Marx, podría decirse que, de manera muy insidiosa, un nuevo fantasma político recorre el mundo y ha comenzado a conquistar elevados puestos de poder sin recurrir a la violencia y sin golpes de Estado, sino por la propia vía electoral que le facilita el sistema social democrático. Se trata del nacional-populismo, una forma de gobierno que despoja a las naciones, desde su interior, de sus mayores conquistas cívicas, siempre en nombre de un supuesto bienestar económico y una soberanía territorial y cultural garantizada únicamente por un ejercicio firme del poder y la promoción de los ideales nacionalistas. Laurent Joffrin, un editorialista destacado del diario francés Libération, señala que mientras la República francesa proclama, en defensa de la democracia, los valores emblemáticos de libertad, igualdad, fraternidad, el nacionalismo radical, desde su ala derecha más extrema, responde con una divisa paralela, diametralmente opuesta: “identidad, seguridad, intolerancia”. Y lo hace con métodos legales, a través de procesos electorales en ocasiones impecables, sin necesidad de enfrentamientos violentos, con el asentimiento tácito o vociferante de millones de ciudadanos electores que se sienten agraviados, con razón o sin ella, por un sistema político liberal que, a su parecer, les ha conculcado la sensación de seguridad y la confianza de sentirse dueños de una identidad nacional al abrigo de todas las amenazas externas.

En la imaginación muy viva de ese conservadurismo radical, los peligros de dispersión identitaria son múltiples: en primer término, las mujeres que se apartan del papel social que les asigna el patriarcado; inmediatamente después, los flujos migratorios que atentan contra la seguridad laboral, la hegemonía cultural y la supremacía racial de las poblaciones occidentales, y por último las minorías sexuales que representan el combustible máximo para una destrucción gradual de la familia. Advertir a la población general de la presencia y acción corrosiva de estos elementos antisociales forma parte de una estrategia propagandística eficaz que la extrema derecha articula a partir de una teoría de la conspiración permanente. Según esa lógica de paranoia civil los enemigos son a menudo indetectables, avanzan embozados, se infiltran en los partidos políticos liberales, en las redacciones de los diarios, en los organismos no gubernamentales, y desde ahí propagan nociones tan subversivas como la teoría de género o el concepto de las familias ampliadas o el multiculturalismo y la diversidad sexual que son, a los ojos de la conciencia reaccionaria, conceptos capaces de alterar o disolver el orden social establecido y, en última instancia, la identidad nacional.

 

Parafraseando a Marx, podría decirse que, de manera muy insidiosa, un nuevo fantasma político recorre el mundo y ha comenzado a conquistar elevados
puestos de poder sin recurrir a la violencia y sin golpes de Estado.

 

Pero la amenaza mayor la constituyen los desplazamientos migratorios incontrolables, el fantasma de las invasiones bárbaras de esas etnias mestizas que paulatinamente habrán de corromper, diluir o arrinconar a la misma población local que de manera inconsciente les abrió las puertas y les brindó un asilo generoso a quienes tarde o temprano habrían de alterar con ingratitud la paz social y la armonía étnica y cultural de sus anfitriones. El reclamo ha sido invariable: “no nos sentimos ya en casa”. Y el chivo expiatorio es, de manera alterna o combinada, el judío sin una patria legítima, el homosexual sin una familia propia, la mujer sublevada, sin moral y sin recato, o el inmigrante como un ladrón o un asesino en potencia. Todos ellos, intrusos o residentes incómodos en esa casa común que no han sabido valorar debidamente. A la humillación de sentirse agraviado en un territorio nacional que no reconocen ya como un hogar propio, los ciudadanos exasperados acumulan resentimiento y odio, gritan “América primero” o “Dios por encima de todos” o “Dios, patria y familia”, y eligen a los portavoces máximos de su indignación moral: a un Donald Trump en Norteamérica, un Viktor Orbán en Hungría, un Jaroslaw Kaczynski en Polonia, un Mateo Salvini en Italia, o un Jair Bolsonaro en Brasil.

Legitimación de la bestia parda
Lo que hasta hace poco tiempo parecía una palabra impronunciable –el fascismo– hoy comienza a adquirir turbias cartas de nobleza. En Brasil, en vísperas de la elección de un presidente misógino y homófobo declarado, un grupo de mujeres, seguidoras suyas, se denominaban orgullosamente fascistas y alegaban que el candidato que les había prometido portar armas en defensa propia finalmente las había empoderado. Cuando la democracia tradicional revela ser un sistema incapaz de brindar seguridad e igualdad social o de combatir con eficacia la corrupción y los privilegios de las élites, muchos ciudadanos optan por el espejismo de una solución providencial, la llegada del hombre fuerte encargado de reparar el tejido social dañado, de conjurar también los peligros reales o ficticios del inmigrante indeseado, y de proporcionar al pueblo –esa entidad convenientemente abstracta– la ilusión de recobrar un hogar nacional que en realidad jamás había perdido, una identidad que nunca fue del todo ni única ni homogénea, una cultura ancestral que rara vez había valorado en su justa medida, y una libertad que siempre manejó a su conveniencia y antojo, pero que súbitamente, sin saber por qué a ciencia cierta, hoy siente gravemente amenazada por ese inmigrante oscuro que posiblemente ni siquiera haya llegado hasta el quicio de su puerta.

En el reino actual de la posverdad y las noticias falsas, en la manipulación dolosa de las conciencias a que se libran los ideólogos de la derecha extrema, lo más grave y consternante es el frenesí de poblaciones enteras por un sometimiento voluntario. El reto mayor de todas las democracias liberales consistirá ahora en enderezar, sin mayores rodeos, una autocrítica inaplazable. En ello les va su propia supervivencia y posiblemente también la de quienes todavía confían en ellas.

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