Monstruos sagrados — letraese letra ese

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Monstruos sagrados


¿Qué es un monstruo sagrado? Comúnmente se atribuye esta denominación a personajes célebres cuya vida y obra se confunden en un halo de leyenda, y que para la mayoría de sus admiradores (en cine, teatro, música o pintura) representan ídolos de veneración pagana, de dimensión casi mitológica, a tal punto inaccesibles que el mínimo contacto material con ellos es susceptible de pulverizarlos o volverlos irreconocibles.

Así, el rumor colectivo volvió legendaria la voluntad de Greta Garbo o de Marlene Dietrich de sustraerse por completo, en la vejez, a la contemplación fervorosa o al escrutinio malintencionado de sus contemporáneos. En El ocaso de una estrella (Sunset Boulevard, 1950), el austriaco Billy Wilder propone en Hollywood el retrato mordaz de Norma Desmond (Gloria Swanson), una imperiosa actriz sobreviviente del cine mudo que busca seducir a un periodista (William Holden) para obtener de él una migaja de amor o un último tributo incondicional.

En Monstruos sagrados, su notable colección de ensayos de crítica artística, el novelista estadounidense Edmund White no explora esas viejas leyendas del celuloide que el público suele conocer como divas. Tampoco centra su atención en celebridades de la música contemporánea como Madonna o Lady Gaga, aun cuando tangencialmente alude a esta última. Lo que le interesa es explorar parte del territorio que cubre la leyenda en la literatura, la pintura, la fotografía o la escultura, y para ello estudia a 21 celebridades incorporándolas a todo un paisaje cultural que le confiere un interés y una densidad mayor a sus trayectorias artísticas. También propone una definición elocuente de lo que entiende por monstruosidad sagrada: “Una celebridad venerable o popular tan ampliamente conocida que se sitúa por encima de la crítica, una leyenda que a pesar de sus excentricidades o defectos no puede ser valorada con criterios ordinarios. Un ornamento en el horizonte cultural. Una ‘personalidad’ de renombre excepcional cuya fama firme jamás fluctúa”.

En Monstruos sagrados, esa rotonda de personajes ilustres del medio artístico occidental, conviven los escritores clásicos Marcel Proust, Henry James, E.M. Forster y Edith Wharton, al lado de otras glorias literarias contemporáneas, Tennessee Williams, Paul Bowles, Marguerite Duras, Truman Capote, Ford Madox Ford, Christopher Isherwood, James Cheever, Martin Amis o Vladimir Nabokov; también figuran el escultor Augusto Rodin, el pintor David Hockney o el fotógrafo Robert Mapplethorpe. La mayoría de estos artistas son personalidades que manifiestan, abierta o veladamente, su homosexualidad, aunque en ningún momento se propone White ventilar alevosamente ni sus vidas privadas ni mucho menos los rumores maliciosos vinculados a una reputación escandalosa o al contenido pretendidamente sulfuroso de sus obras.
El escritor procede a elaborar esta colección de ensayos (la mayoría inéditos, otros provenientes de publicaciones previas) con el mismo rigor metodológico presente en sus biografías de Jean Genet, Marcel Proust o Arthur Rimbaud, y con el gusto literario, la perspicacia irónica, y las anécdotas suculentas de su pequeño manual para descubrir y apreciar los múltiples secretos de París en The flâneur (El paseante), su deliciosa crónica urbana.

Algunos lectores han comparado Monstruos sagrados con el canónico conjunto de cortas biografías que en 1918 ofreció el crítico británico Lytton Strachey en Victorianos eminentes, tanto por su observación aguda de las personalidades elegidas como por el ingenio con el que el autor disecciona a la sociedad puritana o frívola, intolerante o progresista, en la que han vivido. Muchos de sus modelos literarios han sido, por lo demás, contemporáneos suyos, y de su roce esporádico o frecuente con ellos, el novelista extrae anécdotas memorables. Una de ellas, la más afortunada en todo el libro, se relaciona con la entrevista que Truman Capote, el niño terrible de las letras norteamericanas, concede a White en su departamento neoyorkino una tarde de verano sofocante. Lo que inicia como una plática muy desenfadada entre los dos escritores sobre la actualidad política y literaria, adquiere una gravedad inusitada cuando el autor de Música para camaleones hace el elogio de la sencillez en la escritura: “Me ha tomado cuarenta años –declara– aprender a escribir de manera sencilla. La mayor parte de los escritores comienzan con algo muy simple que luego vuelven cada vez más complejo. Con el tiempo se ven obligados a desaprender todo lo adquirido. La sencillez y la rapidez es lo que más valoro en estos días”.

Cuando Edmund White analiza la obra del fotógrafo Robert Mapplethorpe, figura destacada de la vanguardia artística queer neoyorkina, transgresor de las certidumbres morales tanto de gays como de heterosexuales, el escritor vincula dicho trabajo con los cambios culturales que percibe en la subcultura homosexual de los años setenta: un culto desbocado a la virilidad que es el rechazo de las definiciones estereotipadas de lo que significa ser homosexual. Se asiste al triunfo de una apariencia clonada de los emblemas de hombría que tanto aprecian muchos gays en el momento: la apariencia musculosa de policías, marineros, soldados, obreros; una suerte de “fascismo del cuerpo”, según lo denomina White, que derriba las imágenes del marica como estilista o diseñador de interiores. El hombre hirsuto de cuarenta años es entonces valorado positivamente, muy por encima del adolescente imberbe que tanto fascinaba a esa generación de homosexuales de clóset que se identificaba con las heroínas hollywoodenses o con los personajes femeninos del teatro de Tennessee Williams. El fragilísimo gay que antes soñaba con ser la Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo, de pronto se descubría escandalosamente transfigurado en un brutal Stanley Kowalski.  Precisa Edmund White: “Las imágenes más perturbadoras de Mapplethorpe son las de esclavitud o cautiverio, de sadismo, humillación y escarificación, y parecen corresponder, de algún modo, tanto a sus vivencias actuales de homosexual como a una sensibilidad estadounidense más atemporal que continúa perpetuando un desprecio puritano del placer”.

Algunos de los breves ensayos en Monstruos sagrados son introducciones muy sugerentes a su trabajo académico más riguroso y detallista como biógrafo de grandes escritores. Tal es el caso del ensayo titulado “Los consuelos del arte” en el que vislumbra algunos aspectos clave en la obra literaria de Marcel Proust. Aspectos como su concepción muy particular de la pasión amorosa. Apunta White: “Proust es también popular porque escribió sobre el glamour, la gente rica, los nobles y los artistas. Y sobre el amor. Al parecer importa poco que el autor llegara a despreciar el amor, que lo explotara o lo redujera a su expresión más deteriorada, mecánica, casi hidráulica. No sólo desmistificó al amor, también lo deshumanizó al volverlo algo meramente pavloviano. El amor que Swann siente por Odette no es de modo alguno un tributo a sus encantos o a su alma. De hecho, él sabe muy bien que sus encantos se deterioran y que su alma es banal”. La formidable disección que hace Proust del amor como un estado enfermizo que conduce al enamorado a una situación límite de autoengaño, también le reconoce las virtudes de ser un detonador irremplazable de todas esas bellas fantasías que alimentan “el paraíso artificial del arte”.

Los tres ensayos citados son una muestra de la variedad y riqueza de la faena analítica que emprende el escritor en esta colección de ensayos artísticos publicada en Estados Unidos hace seis años, disponible en Amazon Books, y que tiene pendiente su traducción al español. Un paseo estimulante por las creaciones artísticas de varios estupendos disidentes sexuales.

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