Dramaturgo y cinéfilo: Koltès — letraese letra ese

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Dramaturgo y cinéfilo: Koltès


Este mes de abril se cumplen treinta años de la desaparición de Bernard-Marie Koltès (1948-1989), uno de los dramaturgos franceses más emblemáticos de los años ochenta, cuya influencia artística y reconocimiento mundial siguen vigentes. En México se han representado casi todas sus obras, de Roberto Zucco a Muelle Oeste y Combate de negro y de perros. En unas semanas habrá una nueva puesta en escena de una de sus obras más fascinantes y complejas, En la soledad de los campos de algodón. A continuación, una breve exploración de una faceta decisiva en la trayectoria del autor: la cinefilia que tiñió de intensidad a buena parte de su creación teatral.

El cine fue uno de los entusiasmos menos secretos de Bernard-Marie Koltès y sin embargo uno de los menos conocidos por aquellos que nunca vivieron cerca de él. Se conocen su texto sobre El último dragón y sus reflexiones sobre el arte marcial de Bruce Lee, así como su guión cinematográfico Nickel Stuff, pero sus gustos de cinéfilo, su predilección por el cine estadounidense y por las películas de serie B y los melodramas en las viejas salas salas ruidosas del barrio parisino de Barbès, como el mítico cine Louxor (hoy modernizado), son menos conocidos, aun cuando todo ello haya tenido un impacto real sobre su trabajo de escritor de teatro. Resultaría imposible delimitar sus gustos en la materia o incluso elaborar el inventario (necesariamente arbitrario) de lo que fueron sus películas favoritas, los géneros más frecuentados, sus actores y actrices fetiches. Habría que mencionar, sin embargo, algunos nombres imprescindibles: James Dean, Elizabeth Taylor, Shirley Mc Laine, Vivien Leigh, Robert de Niro, Marlon Brando, Brigitte Bardot, Anna Karina, Simone Signoret, Michel Piccoli. Decir también que figuras como Bruce Lee o Bob Marley, cuya presencia en el cine fue meteórica, pertenecen a una categoría especial, más cercana al mito popular y a la leyenda, al lado del Ché Guevara, por ejemplo, de quien podía leer con fervor su Diario de combate.

Las correspondencias entusiastas
Un personaje femenino de su teatro, la Léone de Combate de negro y de perros, conserva un parentesco innegable con el tipo de chica que interpreta Shirley Mc Laine en Dios sabe cuanto amé (Some came running, Vincente Minnelli, 1958), con su aire de náufrago espiritual, dolorosamente frágil. ¿Y qué decir de Charles, personaje clave en la obra Muelle Oeste, variante mestiza del insumiso James Dean de Rebelde sin causa (Rebel without a cause, Nicholas Ray), o de Monique, en la misma obra teatral, cuya extraña comprensión del amor deriva del personaje de Camille (Brigitte Bardot), en El desprecio (Le mépris, Godard, 1963), una de las películas más cercanas a la sensibilidad novelesca de Koltès? Se conoce la correspondencia poética entre la creación teatral del autor de En la soledad de los campos de algodón y el universo literario de Victor Hugo, Joseph Conrad,  William Faulkner o Jack London. La huella de las películas populares norteamericanas es de igual modo capital: Fiebre de sabado por la noche (Saturday Night Fever, Badham, 1977), con su muy admirado John Travolta, Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) o Érase una vez en America (Once upon a time in America, Sergio Leone, 1984), y de modo particularmente impactante El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982), de Martin Scorsese, con De Niro, por supuesto, una película sobre el fracaso y el desasosiego existencial, un relato desgarrador sobre la simulación y la impostura en la tiranía mediática.

Las películas, solía afirmar Koltès, pueden aportarnos, si no las muchas respuestas que necesitamos, al menos sí un número igualmente grande de emociones e interrogantes sobre la condición humana, de modo parecido a lo que logran la literatura y la poesía. Así, entre sus lecturas preferidas figuraba en primer plano la novela policiaca (roman noir) como vínculo muy claro entre sus gustos de cinéfilo y su placer literario. Habrá que evocar al respecto su frecuentación de salas parisinas con sus puntuales retrospectivas de cine negro. La mirada de Koltès no era ciertamente la de un gran conocedor de cine, la del cinéfilo avezado que se asume como tal y se instruye de manera metódica y disciplinada a través de un sistema de códigos de interpretación prestablecidos. Koltès era un espectador dotado de una gran inteligencia en la mirada, capaz de transfigurar las cosas vistas en pantalla en una contrucción poética susceptible de cobrar una vida nueva en un escenario teatral. El dramaturgo, admirador de Shakespeare, detestaba en el amor el lenguaje gastado y las pasiones fáciles, y en el cine todas aquellas historias de comida y sexo de la sociedad francesa, indignas en su desmesura, vueltas rutinarios melodramas sin grandeza. Un ejemplo claro de ello era la penosa complacencia de la mirada colonial en una cinta como 1280 almas (Coup de torchon, 1981), de Bertrand Tavernier, una de las cintas para él más “vulgarmente francesas”. Prefería, en cambio, la fuerza dramática de las cintas de Claire Denis, como Chocolate (1988). Entre sus proyectos inconclusos figuraba el rodar una película sobre el tráfico de marfil en África o su viejo proyecto de Nickel Stuff inspirado en sus repetidas estancias en Nueva York y en un tema que le obsesionaba: las relaciones tensas, casi amorosas, entre hermanos (desde Rumble Fish/ La ley de la calle, de Coppola, hasta Saturday Night fever).

Las afinidades electivas
Bernard Marie Koltès disfrutaba la complicidad de sus amigos y camaradas en la oscuridad de una sala de cine, y también los comentarios entusiastas que con ellos podían durar toda una cena o una semana entera. Era entonces cuando sus comentarios sobre literatura y música, teatro y poesía, tomaban un impulso formidable, y sus amigos se abandonaban al poder y encanto de su palabra, a su mirada eterna de adolescente deslumbrado. Con él y a lado suyo comenzaban a amar la voz ronca de Lauren Bacall, el marcial grito felino de Bruce Lee, una melodía de Jimmy Cliff aullando su soledad y desasosiego (I walked along the streets), el mutismo enfurruñado de Bardot en El desprecio, la carrera desaforado de Shirley Mac Laine en la secuencia final de El apartamento (Billy Wilder, 1960), la mirada melancólica de Marylin Monroe atisbando por una ventana en Niagara (Hathaway, 1953) o De Niro y su desafío de gran solitario  en Taxi Driver (“Are you talking to me?”), la imagen de virilidad adolorida de James Dean en Gigante (Stevens, 1956), o esa mujer marcada con un destino trágico que es Dorothy Malone en Escrito sobre el viento (1956), de Douglas Sirk, cuya mirada encanallada Koltès situaba muy por encima de todo el glamour de Garbo o de Dietrich, esas veneradas divinidades que muy pronto agotaban su paciencia.

Koltès confesaba con gusto uno de sus viejos placeres entrañables: en un pueblucho senegalés, una noche, durante una proyección de cine al aire libre, una película de gángsters, tal vez con Lino Ventura, cuyos diálogos nadie podía oír ni entender, a tal punto los gritos de la chiquillada, las imprecaciones de las mujeres, las vociferaciones de los hombres, se volvían sonidos ensordecedores. Koltès miraba de un lado a otro a ese público y a esa pantalla inútil de frente a esa otra pantalla enorme de algarabía humana. Según solía recordar, ese fue para él uno de los momentos de cine más auténticamente bellos que había jamás disfrutado.

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