El clóset clerical — letraese letra ese

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El clóset clerical


Diversos estudios revelan que el porcentaje de sacerdotes gay en el mundo es más elevado de lo que se suponía. Tan sólo en Estados Unidos se calcula que de los 37 mil curas registrados, entre 30 y 60 por ciento son homosexuales y la inmensa mayoría mantiene oculta su identidad. La gran paradoja es que una Iglesia católica que desde 2005 ha decidido desterrar de su seno a sacerdotes con “profundas tendencias homosexuales” y estigmatizar a todos los gays como personas “objetivamente trastornadas”, inherentemente dispuestas a una “intrínseca maldad moral”, esté compuesta, como pocas otras instituciones, por hombres gay. Lo anterior lo señala el escritor conservador gay Andrew Sullivan en un ensayo publicado el mes pasado en el New York Magazine. A continuación, las líneas centrales de su argumentación.

 

Una ingeniería de la simulación

La contradicción evidente entre las posturas más intolerantes de la alta jerarquía católica en materia de sexualidad y la creciente exposición mediática de escándalos de abuso sexual por parte de sacerdotes, ha generado una crisis muy aguda en la institución eclesiástica, al punto de que el papa Francisco tuvo que convocar el mes de febrero pasado un encuentro en el Vaticano de altos representantes de la Iglesia para discutir la gravedad del asunto y buscar las estrategias para poner fin a los abusos y eventualmente sancionarlos. La presión social al respecto ha sido enorme. En la prensa se han sucedido artículos muy críticos como el de Andrew Sullivan y hace pocos días se publicó un libro polémico, Sodoma, una encuesta en el corazón del Vaticano, donde el escritor y periodista francés Frédéric Martel detalla, al cabo de una investigación de cuatro años conducida en treinta países, el número considerable de delitos sexuales cometidos por sacerdotes en las últimas décadas. En todo ese cuestionamiento mediático figuran los temas centrales de la controversia: desde la prohibición del condón por parte de la Iglesia católica hasta el celibato obligatorio de los sacerdotes, la cultura del encubrimiento de los curas pederastas, la renuncia del papa Benedicto XVI, la misoginia declarada de buena parte del clero, y los señalamientos del papa Francisco sobre la existencia de un lobby gay en el seno de la institución religiosa, así como la reacción virulenta del conservadurismo eclesiástico frente a dicha acusación.

Lo cierto es que la estrategia de ocultamiento de conductas delictivas ha sido sistemática y deliberada por parte de las autoridades eclesiásticas del más alto nivel que siempre tuvieron pleno conocimiento de las mismas. Lo más notable en este asunto es la percepción generalizada de que entre más violenta es la condena homofóbica de un jerarca católico, mayor es la posibilidad de que dicho prelado sea él mismo un homosexual de clóset. El propio papa Francisco lo ha resumido de esta manera: “Detrás de la rigidez, siempre hay algo oculto, y en muchos casos se trata de una doble vida”.

 

Una arqueología del clóset

Pero esto no siempre fue así, según lo revela Andrew Sullivan en su ensayo sobre el clóset clerical. A partir de una reveladora exploración histórica, basada en el emblemático libro Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad (1980), del estadunidense John Boswell, se observa que desde el siglo IV de nuestra era ya manifiesta la incidencia de conductas homoeróticas en el seno de la Iglesia. Había consenso en la condena al sexo en general, en apego a los preceptos de los santos Pablo y Agustín, pero se toleraba la intensidad afectiva entre varones al amparo del celibato, al punto que el propio San Agustín podía confesar su debilidad amorosa por otro hombre: “Mi alma y la suya eran una sola alma en dos cuerpos, pero llegué a contaminar la fuente de la amistad con la suciedad de la lujuria y a oscurecer su brillantez con la negrura del deseo”. Durante los siglos siguientes prevaleció en el seno de la Iglesia católica un clima de tolerancia o al menos de indiferencia hacia la homosexualidad de los sacerdotes, mismo que se frenó abruptamente en el siglo XIII cuando Tomás de Aquino denunció que los actos homosexuales eran “contra natura” por estar opuestos al imperativo de la procreación. Esta condena obligó a muchos sacerdotes infractores a una simulación clandestina que desde entonces prefiguró el presente clóset clerical. Es conocida, apunta Boswell, la pasión afectiva entre San Ignacio de Loyola y el santo Francisco Javier, creadores en el siglo XVI de la Compañía de Jesús. Cuando el jesuita Ignacio envía a Francisco a evangelizar el territorio asiático, éste último le expresa en una misiva: “Totalmente tuyo, Ignacio, sin la menor posibilidad de poder jamás olvidarte. Leo tu carta con lágrimas en los ojos y con lágrimas te contesto… Me manifiestas cuán grande es tu deseo por verme antes de que esta vida concluya, y Dios sabe la profunda impresión que esas palabras de inmenso amor provocan en mi alma”. Las dos santidades no volvieron jamás a encontrarse.

 

Una mafia púrpura

Después de esas consideraciones entre anecdóticas e históricas, Andrew Sullivan procede a preguntarse sobre una posible disposición de algunos homosexuales hacia la vocación sacerdotal, y señala que, según el médico psiquiatra Carl Jung, habría en algunos de ellos “un culto a la amistad que crea lazos de ternura viril sorprendente, una inclinación por la tradición y la estética, un caudal de sentimientos religiosos y una receptividad espiritual atenta a la revelación”. Remitiéndose a su propia experiencia juvenil, el escritor conservador que es Sullivan añade: “Como muchos otros chicos católicos gay solitarios, yo vi en Jesús todo un modelo –soltero, sensible, alejado de la familia, marginado y perseguido pero al final reivindicado y muy vivo para siempre”. Para algunos homosexuales el sacerdocio y el celibato impuesto fueron una opción frente a la discriminación y el estigma que acarreaba el no ajustarse a las normas sociales. Un santo refugio. También podía ser una renuncia deliberada a una identidad incómoda: dejar de ser uno mismo para transformarse en un símbolo respetable o venerado. Para los más cínicos el sacerdocio fue también una carrera económicamente ventajosa y la posibilidad de saciar un apetito de poder. Se podía, en efecto, ser consejero de los poderosos, gozar del privilegio de perdonar en lugar de procurar ser perdonado o transformar el viejo escarnio social en una nueva impunidad ilimitada, incluso dejar de ser perseguido para volverse ahora un perseguidor inclemente. Esto último explica en parte los resortes de la homofobia eclesiástica: “Lo que más odias en ti mismo, pero no puedes confrontar, procurarás vigilarlo y castigarlo en los demás”. La lista de altos prelados homófobos gay es muy larga e incluye al cardenal neoyorkino Francis Spellman, al escocés Keith O’Brien, a monseñor Tony Anatrella, defensor de la terapia de conversión, al australiano George Pell, al mexicano Marcial Maciel y al cardenal estadounidense Theodore McCarrick, entre otros. Andrew Sullivan concluye su ensayo con esta regla práctica: “Quienes en la jerarquía están más obsesionados con la cuestión homosexual, suelen ser gays, mientras quienes manejan el asunto con mayor calma, tienden a ser heterosexuales”. Las puertas del clóset clerical suelen ser a menudo impenetrables, aunque al parecer no por tiempo indefinido.

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