Otra mujer desaparece — letraese letra ese

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Otra mujer desaparece


Aún no es mediodía y las aceras de las calles de San Pablo y Circunvalación, al oriente del Centro Histórico de la Ciudad de México, entre el nutrido tianguis, se ven flanqueadas por una fila de mujeres suspendidas sobre tacones altos, a la espera de clientes que titubean para abordarlas. Pulcras y maquilladas, contrastan con el ambiente atestado y ruinoso del comercio ambulante de la urbe. “Flor del fango” era la metáfora con que se las admiraba hace más de cien años. Hacia el extremo poniente del centro de la ciudad, en la calle de Sullivan, Colonia San Rafael, vemos también una galería semejante hasta avanzada la madrugada. Son estas estampas que hemos presenciado desde que tenemos memoria de la calle. Resultan tan comunes como las frases lascivas dichas al oído de las mujeres que caminan por la vía pública, un espacio minado de machos desde siempre. Son tan omnipresentes como la invasión de las calles con parapetos y jaulas abigarradas de mercancía, bajo toldos amarillos que agobian con su resplandor a los transeúntes.

“¡Los suéteres a cincuenta, las trusas a veinte... qué le damos!” El vendedor interrumpe su melodioso pregón para atender a los agentes de una patrulla que se detiene a su lado. Intercambian palabras, ríen. El joven vuelve su mirada circunspecta al metro cuadrado que constituye su negocio. No sería más que una escena de amigos del barrio que se encuentran casualmente, pero la mente acostumbrada a leer historias de encubrimiento y lenocinio por parte de uniformados no puede evitar la suspicacia, que de especulaciones está llena la experiencia de los peatones.

Vemos policías reír y encendemos las alarmas... historias de años recientes los ponen en entredicho, como el caso desgarrador del Arroyo del Navajo, en Ciudad Juárez, donde los policías aparecen en escena como encubridores y clientes de servicio sexual forzado; o el de la banda de los Imberbes, en el Estado de México, donde son policías quienes entrenan y controlan a un grupo de adolescentes secuestradores y feminicidas. Ni los policías ni el vendedor que vi en La Merced esa tarde habrían sido como aquéllos, pero eso no desmiente que la corrupción policial es clave para la existencia del negocio de la esclavitud sexual.

Las mujeres miran fijamente a los ojos de los hombres y desvían la vista si no encuentran respuesta, lucen aburridas y oprimidas por los tacones. Un hombre delgado y de ropa humilde habla de cerca con cada una de ellas a lo largo de la calle de San Pablo; camina de prisa y se pierde entre la multitud que chacharea. Un cliente que regateaba el precio de “un rato”, o alguien que traía un mensaje, un mandadero, un hombre de confianza, los posibles oficios se multiplican.

La calle es una inmensa red de historias que se atropellan, y en los empujones dramatizados en los que caemos, entre la multitud que forma el pueblo bueno y sabio, algún hábil ladrón te despoja de lo que traigas en la bolsa. Ello también es parte del entramado económico del barrio de La Merced.

A unas cuadras al poniente, retumbaban el 2 de febrero pasado las consignas indignadas por los secuestros de mujeres en el transporte colectivo, y quizá gran parte de las manifestantes llevaban en mente estas escenas de La Merced y Sullivan; pero también las páginas web de scorts que en México proliferan; y las salas de masaje; los table dance; los hoteles y hoteluchos; y esos lugares de encuentro clandestinos que apenas atisbamos en la imaginación cinematográfica. No es posible evitar la relación de los secuestros con el esclavismo sexual ni con gran parte de los cadáveres de mujeres aparecidas en diversos puntos de la megalópolis.

Cada vez más cerca de nosotros, en el barrio, en la familia, en la red de conocidos, ha habido alguna mujer desaparecida que buscar. Las historias de secuestros en el metro se disparan. Serenpidia Data da a conocer el 10 de febrero de 2019 su revisión de 210 testimonios de mujeres que pudieron sobrevivir a intentos de secuestro mientras hacían uso del transporte colectivo o caminaban por la calle. Tales historias apuntan, sin duda, a la prostitución forzada de las raptadas. También nos dejan en claro que la intervención de quienes han estado en ocasión de presenciar un rapto ha sido determinante para frustrarlo. Entonces, cabe la pregunta, ¿por qué son muy pocos los dispuestos a intervenir?

En una de sus mediciones de percepción ciudadana de los feminicidios realizada en 2017, la empresa de análisis de opinión Parametría indica que solo un 49% de la muestra sabe qué es un feminicidio y que un 70 % no se dio cuenta de que hubiera ocurrido alguno en su comunidad. De esa misma manera, muchas personas rara vez advierten que un secuestro está ocurriendo en el mismo espacio en el que van transitando, o si lo supieron, los previno de actuar esa conseja antisolidaria y cobarde que mantiene insensible a la multitud: “es mejor que no te metas”.

Tampoco las autoridades han mostrado gran voluntad de aceptar la realidad de los feminicidios o desapariciones de mujeres: desde el mote de “viejas argüenderas” aplicado a las madres que exigen justicia, hasta las frases evasivas que varias veces escuchamos de funcionarios del gobierno –como “de ese tema es mejor no hablar”, “meterse en eso es riesgoso”, o “este asunto solo ha ahuyentado inversiones a nuestro país”– nos queda claro que atender la violencia por motivos sexuales o de género no constituye una prioridad del Estado y que la renuencia del Ministerio Público a siquiera levantar un acta de denuncia puede significar algo más que indolencia, corrupción o pereza. Estas frases y actitudes oficiales dejan ver un punto ciego, un espacio prohibido donde no solo las mujeres corren peligro, sino también quienes quieran hacer algo por ellas.

La opinión de que los feminicidios son un mito, un efecto mediático que ha producido una falsa percepción de inseguridad, se ha propagado de tal manera que la desinformación mantiene en la indiferencia a más del 50% de la población.

La activista y bibliotecaria de la Universidad Estatal de Nuevo Mexico, Molly Molloy, quien ha mantenido por años una documentación amplia sobre abusos de derechos en la frontera, sorprendentemente afirmó en una entrevista realizada para The Texas Observer, en enero de 2014, que los feminicidios son un mito que afecta a la economía de los estados norteños de México. Meses después, Paula Flores, madre de Sagrario González, asesinada en 1988 en Ciudad Juárez, le replica: “no puedo aceptar que se diga que fue un mito que mi hija haya sido asesinada”.

Por su parte, académicas como Kamala Kepandoo y Gabriella Sánchez argumentan que la trata de mujeres ha sido un discurso promovido por grupos conservadores cuyo principal propósito es extirpar la prostitución legal en los países de Latinoamérica. Ellas critican fuertemente a la posición que considera toda prostitución (aunque fuera voluntaria) como esclavismo sexual.

¿Esclavas o mujeres libres de optar por el servicio sexual? No sabemos si las que vemos en la vía pública que transitamos diariamente son forzadas a estar ahí, ni siquiera nos preguntamos si en el perímetro que habitamos hubo una desaparición y hasta un asesinato, o si la escena que presenciamos de forcejeo no es precisamente un pleito privado de pareja en el cual, por una razón aún por entenderse, no debemos intervenir.

Sin embargo, por más que tratemos de ignorarlo, nos asaltan a menudo las evidencias de la crueldad feminicida: cuerpos en descomposición, prendas de las víctimas, historias que solo aumentan el estado de terror de nuestros barrios. No sabemos qué pasó con las mujeres secuestradas en la vía pública porque no queremos saber, porque una poderosa voluntad de cerrar los ojos mantiene al miedo campante dominándonos. No es posible concluir que la trata de mujeres sea un mito solo porque no hemos podido esclarecer estos vacíos de información, o acaso porque creímos otro mito, el de que nad nada se puede hacer, que es imposible saber, que esto siempre será así.

*Investigador en la Universidad de Texas-Austin.


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