Objetos del odio. Brujas insumisas — letraese letra ese

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Objetos del odio. Brujas insumisas


Entre los siglos XVI y XVII, la cacería de brujas fue responsable en Europa y Estados Unidos de la tortura, abuso sexual y ejecución en la hoguera de más de 50 mil mujeres. En sociedades patriarcales cargadas de supersticiones y prejuicios religiosos, la mujer se convirtió, de modo contradictorio, en un objeto de veneración y de repudio. No sólo se le atribuían poderes benéficos sobrenaturales como sanadoras y acompañantes afectivos de los desvalidos, también eran capaces de convocar las desgracias y generar el caos.

Como engendradoras de vida, eran las personas más indicadas para presentir el final de una existencia y celebrar los rituales del duelo. Cuando la sociedad se sintió amenazada por el creciente poder simbólico que adquiría la mujer en asuntos hasta entonces reservados a los hombres, se impuso la necesidad de una purga ejemplar que restableciera el orden tradicional y la supremacía viril. En su libro Brujas: el poderío invicto de las mujeres (La Découverte, París, 2018), la historiadora francesa Mona Chollet elabora el registro de los agravios históricos a la mujer considerada como ser perturbador y maligno, y destaca la persistencia de esa misoginia en una época de liberalismo bienpensante que se creía libre de aquellos odios ancestrales.

Las viejas brujas

Para el también historiador francés Jean Michel Sallman, autor de Brujas, las novias de Satanás (Gallimard, París, 1989), una referencia clásica, el estigma social que ha padecido la mujer durante siglos está marcado por esa vieja vinculación de ellas con un poder maligno, y la figura de la bruja ha sido su encarnación más elocuente. “La bruja representa a una mujer huraña y cruel. La imaginación temerosa la ve volando por las noches y emitiendo gritos roncos. Toda una fantasmagoría narra cómo se transforma en ave de presa y penetra en las casas para devorar a los niños. Se desliza también, según se cuenta, entre las sábanas de los jóvenes castos para extraerles toda su energía en el desenfreno lúbrico de los placeres carnales. Los envejece prematuramente a la manera de un vampiro que junto con la sangre les chuparía también su fluido seminal”.

La historiografía moderna toma muy en cuenta la aportación de los estudios de género y ahora brinda una relectura muy interesante de los textos canónicos dedicados al estudio de la brujería. Durante largo tiempo se planteó, por ejemplo, una oposición muy clara entre la bruja, esa deformación malévola del ideal femenino, y la madre de familia o la mujer virgen que eran sus opuestos naturales. En El segundo sexo, la escritora feminista Simone de Beauvoir planteó, sin embargo, lo inquietante que podía resultar para el hombre la reunión de esas tres categorías en una mujer capaz de transitar en poco tiempo de una condición de virgen a la función de madre para volverse después, sin mayor contrariedad, una mujer independiente; es decir, liberada de determinismos sociales opresivos, rebelde a las normas tradicionales, y a los ojos de un poder patriarcal, una verdadera bruja. En 1862, el historiador francés Jules Michelet veía ya en su estupenda obra La bruja la imagen de una mujer que se sublevaba en contra del orden jurídico y simbólico establecido. La casta masculina la condenaba de inmediato a la hoguera. A las mujeres se les había negado de modo sistemático la calidad de sujetos de derecho. Las leyes que habían establecido los hombres las mantenían siempre bajo una estricta tutela jurídica, haciéndoles pasar de la dominación del padre o los hermanos a la de un esposo que rara vez habían escogido. Ante esa situación de injusticia, reflexionará después Jean Sallman, se añaden reacciones tan sorprendentes como comprensibles: “Con la viudez, por ejemplo, la mujer adquiría una autonomía relativa, pero, al mismo tiempo, su situación económica se degradaba. La viuda quedaba así aislada (tanto como una solterona que sobrevive a la muerte de sus hermanos). Michelet contempla en esa exclusión el motor de un deseo de revancha: para la mujer vieja el asustar, por vías de una apariencia brujeril, y negociar también algunos remedios de vieja sabia, equivalía a final de cuentas a una manera de ejercer por fin un tipo de poder”. No es sin embargo esta representación del resentimiento social femenino lo que más inquieta desde entonces al poder patriarcal, sino la revuelta de mujeres muy jóvenes contra los roles sociales asignados, contra la obligación social de ser siempre dóciles y bellas, pudorosas y discretas, buenas esposas y mejores madres. Cualquier infracción a esa ley tácita e inamovible genera primero suspicacia o recelo, luego una animadversión abierta. Dice Mona Chollet: “Hoy en día, cuando las mujeres tienen la ‘desgracia’ de ser demasiado competentes en el terreno laboral o demasiado liberadas sexualmente, y que además no desean tener hijos, ya no son quemadas en la hoguera, pero son objeto de la misma vieja desconfianza y padecen siempre múltiples violencias sexistas”.

 

Brujas jóvenes en tiempos de Trump y Bolsonaro

Para la autora de Brujas: el poderío invicto de la mujer la feminista es el arquetipo perfecto de la amazona rebelde, de la insumisa por antonomasia, de quien decide vivir en consonancia con su propia naturaleza dejando muy de lado la exigencia social de cumplir con el papel que la biología o la sociedad le tienen desde siempre asignado. Su desobediencia radical, su desacato supremo, sólo puede atraerle entonces el menosprecio de quienes no la consideran, ni remotamente, dueña de su voluntad ni de su propio cuerpo. Cuando elige mantenerse virgen, no casarse jamás, relacionarse sexual y afectivamente con otra mujer, o sustraerse a la obligación procreadora, se convierte de inmediato en un paria social despreciable y a la vez temido. Habiendo renunciado al imperativo de mostrarse siempre seductora y bella, natural o artificialmente joven, resignadamente pasiva y hacendosa, ya sólo le resta asumirse como una caricatura de género o como el engendro humano que la invectiva machista calificará también de bruja.

Su protesta social sólo será motivo de mofa para sus detractores más intolerantes, desde el hombre de la calle hasta los más encumbrados políticos ultraconservadores, como recientemente se ha visto en la misoginia abierta de un Donald Trump o un Jair Bolsonaro. Pero las brujas de las décadas recientes, desde las feministas de la contracultura estadounidense y francesa (de Kate Millet y Simone de Beauvoir hasta Judith Butler, la muy vilipendiada ideóloga de la teoría de género) han reivindicado retadoramente el estigma social en manifestaciones callejeras de protesta contra los abusos sexuales, los feminicidios y la petulancia desdeñosa de las altas jerarquías políticas y eclesiásticas.

No es un azar que mucho antes del impulso feminista #MeToo una asociación feminista rebelde en Estados Unidos se hiciera llamar, en los años sesenta, Women’s International Terrorist Conspiracy from Hell (WITCH) como una manera de apropiarse desde sus siglas el nuevo significado social de la palabra bruja. Desde entonces los legisladores y los hombres de púrpura más intransigentes saben o intuyen que la tarea de someter a las mujeres a la ley patriarcal y al determinismo abusivo de los roles tradicionales de género, se ha vuelto azarosa y a ratos extremadamente complicada. Muchos santurrones en el poder contemplan ahora alarmados la proliferación de las disidencias feministas, esa última transfiguración de aquellas brujas de otros tiempos, ahora ya insensibles al petardo mojado de las nuevas hogueras fundamentalistas.

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