Las viejas glorias soviéticas — letraese letra ese

Director fundador | CARLOS PAYAN Director general | CARMEN LIRA SAADE • Director Alejandro Brito Lemus

SALUD SEXUALIDAD SOCIEDAD

ARCHIVO HISTÓRICO

Número

Usted está aquí: Inicio / 2018 / 10 / 03 / Las viejas glorias soviéticas
× Portada Guardada!

Las viejas glorias soviéticas


Desde hace más de tres décadas, la escritora y periodista ucraniana Svetlana Alexiévich, premio Nobel de literatura 2015, ha registrado las palabras y relatos de hombres y mujeres que por largo tiempo fueron condenados al anonimato o al silencio.  Son los testimonios de un imperio hoy desaparecido, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), y de cuyos escombros surge o renace ahora la vieja nación rusa con una nueva vocación capitalista.

Los escritos de la periodista han dado la palabra a quienes fueron niños durante la Segunda Guerra Mundial en Últimos testigos (1985), a las mujeres soldado que todavía recuerdan su participación en el combate soviético contra la Alemania nazi en La guerra no tiene rostro de mujer (1985), a los anónimos combatientes devastados por la guerra de Afganistán en Los muchachos de zinc (1989), o a los sobrevivientes de una catástrofe nuclear en Voces de Chernóbil (1997). Esa literatura coral ha producido “novelas de voces” muy a contracorriente de las versiones de la historia oficial. A estas reuniones de testimonios vivos se añade el que pudiera ser el libro más emblemático y polémico de la autora, El fin del “Homo sovieticus” (El Acantilado, 2015, con traducción de Jorge Ferrer Díaz)..

Futuros radiantes, amargos despertares
En la nueva reunión de voces que presenta Svetlana Alexiévich persiste una pregunta: ¿Qué queda ahora de esa especie particular llamada “homo sovieticus”, “ese individuo que ha pasado sin transición del totalitarismo a una forma nueva de nihilismo”? Quienes aventuran aquí una respuesta son los propios protagonistas de esa tragedia que fue el colapso de la la Unión Soviética, los ciudadanos que durante décadas vivieron la utopía ideológica del igualitarismo y también la nueva generación nacida después de esa gran sacudida que en pocos días transformó por completo la vida de sus padres. La autora acude a una historia de las sensaciones perdurables en la conciencia de la gente sencilla, a sus recuerdos e impresiones, a sus anécdotas y relatos sobre una cotidianeidad y un pasado que súbitamente perdió toda su legitimidad e importancia para convertirse, de un día a otro, en una memoria incómoda, casi vergonzosa.

Con acentos de nostalgia, con un orgullo ninguneado y maltrecho, y una identidad ya borrosa, los entrevistados (antiguos militares, amas de casa, antiguos pioneros de lazo rojo, burócratas casposos, antiguos deportados sobrevivientes del goulag y la purga estalinista) evocan la vieja gloria de la gran potencia soviética. Un asunto recurrente es el heroísmo de la Segunda Guerra Mundial y la resistencia de todo un pueblo sometido a la voluntad del venerado Stalin, dictador implacable convertido en salvador de la patria, también la honra inmensa de pertenecer a un imperio de vencedores que supieron luego cultivar las artes y el deporte, el amor a los libros y a la danza, la atención al bienestar social y la conquista del espacio.

No hay prácticamente un testimonio en que no aparezca, de modo abierto o soterrado, la noción del sacrificio y el culto a la disciplina y al esfuerzo colectivo, una abnegación casi ascética y ciega que justifica o banaliza los errores e incluso los crímenes de los dirigentes políticos. El “homo sovieticus” es el triste sobreviviente de una mitología esplendorosa, el huérfano de ideologías, aquel a quien sus padres educaron en el culto de Marx y de Lenin, pero sobre todo en el del camarada Stalin, el septuagenario jubilado de todas las ilusiones que hoy contempla, perplejo y azorado, el naufragio de su antiguo imperio comunista. En torno de esta figura melancólica y amarga, la autora elabora un réquiem de las certidumbres rotas, pero lo hace sin tomar partido ideológico alguno, sin ironías ni reproches, con la empatía de quien conoce la dura realidad descrita porque, según afirma, “sólo un soviético puede comprender a otro soviético”. De ahí proviene su tono de sinceridad y una calidez muy rara en este tipo de literatura testimonial, de ahí también su fuerza narrativa y algo que pudiera llamarse un lirismo de la desolación.

Este país mío tan extranjero
El fin del “homo sovieticus” habla también del inicio de una nueva era, el post-socialismo, los agitadísimos años de Gorbachov y de la glasnost o transparencia y de la perestroika o transformación; del advenimiento casi providencial de la democracia y de la instalación fulgurante y brutal del capitalismo y su dogma neoliberal. Algunas de las voces rememoran los primeros entusiasmos por el cambio, el inesperado placer de poder hablar de todo en todas partes, pero de modo especial de un frenesí del consumo. Las grandes marcas en los almacenes, el paraíso terrenal de los autos modernos y los nuevos enseres domésticos, el fin de los racionamientos, las primeras salchichas con todas sus variedades.

Habla Igor Poglazov, estudiante adolescente: “¡Era una época magnífica! Yo repartía volantes en el metro, todo mundo soñaba con una nueva vida, soñábamos con salchichas compradas a precio soviético, y con los miembros del Politburó haciendo la cola como todo mundo para comprarlas, la salchicha era para nosotros la referencia absoluta. Mis papás me daban pena. Se les decía, son ustedes unos soviéticos lamentables, malograron sus vidas para nada y ahora nadie los necesita. Hacer ahorros toda la vida y quedarse luego en la inopia. Todo eso les rompía el alma, les destruía su universo y jamás se repusieron del todo, no supieron coger el nuevo tren. Un hermanito mío lavaba carros al salir de la escuela, vendía chicles y todo tipo de porquerías en el metro y ganaba mucho más que nuestro padre que era todo un sabio, un doctor en ciencias. ¡La élite soviética! Cuando las salchichas hicieron su aparición en los almacenes privados, todo mundo se avalanzó para comprarlas. ¡Vimos entonces los precios! Así fue como el capitalismo irrumpió en nuestras vidas”.

Testimonios parecidos abundan en el libro de Svetlana Alexiévich y el denominador común es el desencanto de las viejas generaciones educadas en el socialismo real y una suerte de actitud nihilista en una nueva generación desprovista de ilusiones y sometida a la tiranía del consumismo. Hay también la dura certidumbre de la imposibilidad de cambio en un país con férrea vocación feudal, donde los tiranos, de cualquier signo ideológico, imponen su voluntad a un pueblo ayuno desde siempre de democracia. “Para qué cambiar de gobierno si nosotros mismos no cambiamos”, se lamenta un declarante, y añade: “No creo en la democracia para nosotros. Somos un país oriental… Feudal… En lugar de intelectuales, tenemos sacerdotes”.

La lectura de El fin del “homo sovieticus” es aleccionadora. A su manera explora, a través del malestar espiritual de algunos de sus entrevistados, una parte del paisaje nuevo de las autocracias emergentes. Y del pasivo abandono de sus electores. Sugiere entre líneas la persistencia del autoritarismo en la nostalgia misma de quienes añoran un pasado de sumisión y orden decretado, donde era preferible tener la verdad única de un solo diario, el Pravda, que las múltiples verdades de una prensa libre plagada de fake news y manipulaciones varias. Al “homo sovieticus” que sobrevivió a Brejnev para luego pasar de la ilusión democrática de Gorbachov al pragmatismo autoritario de Vladimir Putin, apenas le sorprenderá la llegada y fuerza de líderes populistas como Viktor Orbán, Donald Trump o Mateo Salvini. Cabe preguntarse si el supuesto fin del hombre rojo no marca sólo una pausa antes del advenimiento formal de un nuevo tipo de “homo totalitarius”.

Comments
comentarios de blog provistos por Disqus